Toccata y Fuga

– ¿Quién envía ésto? – preguntó el Hombre Cualquiera. El empleado de Fedex, poco acostumbrado a que le hicieran esa pregunta, le miró perplejo. Entornó los ojos, como si no estuviera seguro de quién tenía delante. Luego echó un falso vistazo al albarán.

– No lo sé, señor. ¿No esperaba un paquete?

El Hombre Cualquiera meneó la cabeza. El paquete en cuestión era alargado. El repartidor rumió la consigna que le habían impreso en el cerebro durante las sesiones de indoctrinamiento empresarial, y le ofreció un miserable bolígrafo atado a un cordel.

– Si no le importa firmar… tengo repartos al otro lado de la ciudad… el tiempo pasa – dijo guiñando el ojo.

El Hombre Cualquiera se rascó perezosamente la barba de dos días, sin prisas. Luego, como si acabara de recordar algo importante, tomó el bolígrafo y trazó un garabato en el papel. El empleado le dedicó una sonrisa nerviosa y subió en la vieja furgoneta Ford, haciendo rugir el motor diesel en la pequeña calle residencial.

Al entrar en casa, el Hombre Cualquiera, que por razones prácticas llamaremos John, abrió el paquete. En su interior había un cilindro de acero. Qué divertido, pensó, un tubo explosivo. No sin cierta preocupación, desenroscó la tapa cromada. Sacó una pequeña hojita amarillenta con los dedos. Se percató entonces de que el cilindro tenía restos de tierra incrustada.

Desenrolló el papelito lentamente, y leyó la única y escueta frase que contenía, impresa en Times New Roman de doce puntos:

Dispones de cinco minutos para evitar la destrucción de este planeta.

Debajo, un posdata:

Enciende el televisor, John

Leer su nombre cerró el circuito neural del miedo, y un escalofrío partió de la base de su columna como un latigazo eléctrico. Por un momento pensó que no estaba solo, pero descartó esa eventualidad por improbable y poco deseable. Volvió a releer el papelito. Cogió el cilindro y lo sacudió. Cayó un papelito más pequeño.

Estás perdiendo el tiempo, John. Haz algo.

Otra vez el pánico tranquilo, ondulado. La desagradable sensación que se experimenta al saber que alguien ha estado apuntándote con un rifle durante horas. John acababa de ver, por así decirlo, el brillo de la mirilla telescópica. Pero el bang estaba por llegar. Activó el cronómetro de su reloj de pulsera.

– Esto es absurdo… esto es…

Se dirigió al televisor, mientras pensaba en multitud de cosas a la vez. Lo primero que se le ocurrió es que estaba soñando. Chocar con el pie contra el sillón le convenció de que se encontraba razonablemente despierto. Nada le quitaba de la cabeza, sin embargo, que estuviese loco. ¿A qué majareta se le ocurriría tomar en serio un mensaje así?

Cuatro y medio, John. Rápido.

Encendió el televisor, maldiciendo la lentitud con la que el tubo catódico se ponía en marcha. En el primer canal había ruido blanco. Lo cual, obviamente, podía no significar nada. Se sintió de repente un imbécil al comprobar que su mirada estaba buscando algún patrón en el ruido, como en una película de terror de quinta categoría. ¿Era esa la respuesta? ¿Por qué el papelito le había pedido que encendiera el televisor? Y, sobre todo, ¿por qué veía ruido blanco si tenía televisión por cable?

Cuatro, John. Cuatro minutos.

Se lanzó corriendo hacia el porche exterior, donde un minuto antes acababa de recoger el paquete. La furgoneta estaba tomando la curva en el cruce, al final de la calle. Sintió el impulso de perseguirla, pero ya era demasiado tarde. El barrio yacía inmerso en la tranquilidad de un sábado por la mañana. Algunos aspersores de agua ronroneaban en sus respectivos y adorables jardines americanos. Se oyó el ladrido casual de un perro.

Tres minutos y medio.

Se tomó la cabeza entre las manos, desesperado. ¿Por qué él? ¿Por qué cinco minutos? ¿Por qué ese momento? ¿Qué debía hacer? ¿Se le había ido finalmente la olla? Nada de aquello tenía sentido. Levantó la cabeza hacia el cielo, con patetismo, en busca de alguna respuesta. Y vio algo. Un levísimo destello lineal, una traza parabólica que surcó la atmósfera con una velocidad absurda. Le recordó algo familiar. Pensó en las imágenes del trasbordador espacial en llamas. Vio otras dos trazas.

– Oh mierda. Mierda… que no sea lo que estoy pensando… ¡mierda! – gritó al borde de la desesperación.

Tres minutos.

Volvió en casa. Lo único que se oía era el enervante tic-tac del reloj de mesa. Entró en la cocina, mojado por el sudor, temblando, hiperventilado. No había respuestas en la cocina. Los cacharros sin lavar, amontonados en el fregadero, parecían burlarse de él. Se puso a mover objetos, presa del horror. No podía estarse quieto. No podía permitirse el lujo de no intentar algo. Se desplazó hasta el salón, contemplando la librería. Gritó de rabia mientras pasaba en revista títulos que sonaban, en esa situación, insultantes. “Aprenda a Cocinar en Cinco Minutos”… haha, por supuesto, por supuesto…

Dos minutos.

Se sentó en la butaca. Nunca se había sentido peor. Posó la vista en el cilindro, alegremente abierto sobre la mesita, al lado del teléfono. Le costaba incluso deglutir. Sopesó otra vez la posibilidad de que todo eso no fuera más que una farsa, que el cilindro fuese algún tipo de broma pesada, y que tranquilamente hubiera podido dejar pasar los dos minutos que quedaban; como quien esperó, el 31 de diciembre de 1999, el fin del mundo. No es tan difícil, sólo debes cerrar los ojos y no pensar en nada, se dijo. No funcionó.

Un minuto y medio, John. Aprisa.

Volvió a mirar el teléfono. Lo apoyó en el regazo, meditando acerca de la vida, la muerte y toda esa clase de cosas en las que piensa una persona que teme morir en el plazo de un puñado de segundos. Levantó el auricular, apoyándolo entre temblores sobre su oído derecho. Desde el otro lado de la línea le saludó un silencio estático, completo. Pulsó con frenesí el botón de cuelgue. Dios mío, es verdad… está pasando algo… está pasando algo y este puto planeta desaparecerá por mi culpa, pensó jadeando. ¿Qué más daba? En el mejor de los casos no pasaría de ser un héroe anónimo. ¿Le creería alguien?

Un minuto.

Decidió jugar la última carta: el teléfono móvil. Estaba apoyado en la mesa de la cocina. Lo agarró con tanta fuerza que por un momento temió perder el control y lanzarlo contra la pared. Era un modelo negro, discreto. Tenía la íntima certeza de que llamar al 911 no hubiese servido de nada. Accedió a la agenda interna, y se puso a bucear en los números. Otra oleada de pánico, distante, bien controlada, le embistió: ninguno de los nombres que tenía en la memoria del móvil le sonaban. Estaba a punto de llamar uno cualquiera cuando vio una entrada en mayúsculas:

ANULACIÓN - EMERGENCIA DFC4

Levantó el pulgar de los botones de navegación y lo apoyó mecánicamente sobre el de llamada. Quedaba medio minuto. Sintió cómo se mojaban sus pantalones. Oyó un sonido raro en la línea, una vibración regular, de alta frecuencia, como la de un modem. Luego un click, seguido por una voz pre-grabada.

Número válido identificado. Necesaria huella vocal. Repita la siguientes palabras: "Hélice", "Cuchillo", "Secreto"

Miró el cronómetro: 10 segundos. Repitió las palabras con calma, sin quitar la vista del reloj. Poco antes de que se acabaran los cinco minutos, la voz automática volvió a hablar.

Identidad confirmada. Lanzamiento anulado. Se recomienda contactar con la sección C del NORAD, en base a la directiva FX-20

La voz continuó a repetir la misma frase. John dejó caer el teléfono sobre la moqueta y se volvió hacia la ventana, hacia el silencio veraniego de la calle. Estaba al borde de un colapso cardíaco. De haber tenido algo en el estómago, hubiese vomitado. Se limitó a mirar el exterior, como esperando algo. Esperó varios minutos, dejando que su rostro recobrara un color rosado y el corazón pasara a 80 pulsaciones por minuto.

Se sentó en el sofá con una expresión de desconcierto atravesándole la cara. El cilindro seguía en su sitio. Levantó el teléfono, y comprobó que el sonido de la línea era perfecto. Un “tuuu” limpio, sin interferencias. Tenía la boca abierta como un pez que deja de boquear. Encendió el televisor: los telediarios hablaban de la crónica diaria, con normalidad. Ninguna noticia extraña. Nada anómalo. Se permitió una sonrisa tensa.

Entonces alguien llamó a la puerta, haciendo que se sobresaltara. Los golpes eran fuertes, pero educados. Dejó que llamaran una segunda vez. Cuando abrió la puerta un grueso guardaespaldas ya estaba dando media vuelta. Le acompañaban otros dos compañeros. Aparcado al otro lado de la calle podía verse un todoterreno Chevrolet, negro, con los cristales oscuros. El guardaespaldas sonrió aliviado, poniéndose un dedo sobre el auricular de comunicación y dando órdenes silenciosas a los demás.

– ¿Se encuentra usted bien, señor? – preguntó con voz grave.

John frunció levemente el ceño. Fue entonces cuando algunas piezas de su mente empezaron a coagularse como gotas de mercurio. Sentía cómo zonas enteras de su memoria regresaban de una especie de limbo disociativo. Al cabo de unos segundos recordó que la casa cuyo umbral estaba pisando no era su casa. Que no debía estar allí. Pero no conseguía aún recordar quién era. Dio un paso atrás para mirarse en el pequeño espejo de la entrada.

– Señor, permítale recordarle que esta clase de fugas no resultan nada divertidas – dijo una voz aguda.

Quien hablaba era una mujercilla enjuta, con gafas. Desplazó a un lado al guardaespaldas con un ademán y se acercó a John con expresión irritada.

– Vámonos, – siguió ella, – Volvamos a la Casa Blanca.