– Te quiero, Mary.
Un silencio tenso. Un suspiro.
– ¿De verdad creías que iba a funcionar, cielo mío? – preguntó ella, con un tenue hilo de amor en su vieja voz.
Wilbur dejó caer la cuchilla de afeitar.
– No. Pero debo seguir intentándolo – contestó él, hosco, casi apático. Hizo ademán de levantarse cuando Mary lo paró con las manos.
– Por favor, Wilbur. Por favor… – le rogó ella, mirándole con ojos suplicantes, enterrados en órbitas octogenarias.
Wilbur valoró la expresión de su mujer. 57 años de matrimonio, tres hijos – dos de ellos muertos – una casita en los suburbios, jubilación forzada, cinco balas a sus espaldas.
– Déjame. ¡Déjame, estúpida! – gritó él mientras se anudaba el cinturón del albornoz. Cuando llegó a la cocina empezó a oír los sollozos de su mujer: llegaban desde el salón como chirridos de algún animal herido. Intentó no darle importancia. Sin embargo, el instinto era más fuerte que cualquier otra cosa: habló.
– Mary… Mary, deja de llorar. Hace tiempo que dejaste de ser una niña.
Los muebles de la cocina estaban pasados de moda. Los enseres no. Extrajo un cuchillo eléctrico de un cajón. Miró con escepticismo el aparato, prácticamente idéntico a los cuchillos del siglo pasado, prohibidos y confiscados en los años veinte. Apoyó la mano nudosa y antigua sobre el poyo de granito. El anillo nupcial emanaba un brillo austero.
– ¡Mary! ¡Estos cuchillos son una mierda! – dijo él, saliendo de la cocina con los ojos húmedos y un agujero limpio en el pijama, a la altura del estómago.
Ella se había calmado. Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, Mary Quigley – la mujer que en 1998 había hechizado a Wilbur Quigley gracias a un par de piernas bien torneadas – se arrastró con su andador de fibra de carbono hacia la plataforma de ascenso.
– Mary, ¿estás sorda? – preguntó Wilbur. Tosió. De repente tuvo una idea.
La ilusión no duró mucho. El lavaplatos sabía a sirope de menta. El detergente para la ropa a concentrado de limón. Al cuarto sorbo empezaron los conatos. Pero la rabia le mantuvo en pie.
– Hijos de puta… – murmuró ruborizado. Eructó. Probó una pastilla de lavavajillas: anís.
La química de hoy en día hace auténticas maravillas, pensó para sus adentros. En su época, los detergentes no eran sustitutos de licores para repostería: eran venenos. Claro que desde su época las cosas habían cambiado, y mucho. No lo sabes tú bien, se dijo. Rió al pensar que con tanto líquido dulzón podría morir de diabetes. Si no se lo hubieran curado tres años antes, por supuesto.
– ¡Maaaaary! – gritó él desde la plataforma, que había bajado desde el primer piso para ahorrarle el tramo de escaleras.
Mary no contestó. En realidad no tenía ningún motivo válido para hacerlo. Estaba enfadada con su marido. Él y sus manías inútiles. Esa testarudez tan masculina, ese afán de cambiar lo que estaba dado de antemano. A pesar de todo, no le odiaba. Sentía piedad. Esa capacidad para perdonar le infundió fuerzas.
– Wilbur querido… ven… – dijo desde la cama, tumbada. Su pelo se extendía sobre la almohada como un abanico de plata. Wilbur obedeció. Durante un segundo percibió todo el patetismo del momento, todo el cansancio acumulado. Se vio a sí mismo en toda su decrepitud. Lloró sobre los pechos flácidos de ella. Era un llanto terrible, quedo, alargado. Ella le acariciaba las mejillas.
– ¿Por qué? – preguntó él con voz ahogada – ¿Por qué hemos acabado así?
Mary siguió callada. Tal vez canturreara una nana ultrasónica. Sonreía con beatitud.
– Nos han quitado incluso el derecho a suicidarnos como queremos – prosiguió él, con la mirada perdida en la pared. Alrededor de la cama, sobre la moqueta, había una galaxia de píldoras: ansiolíticos, somníferos, fármacos sin receta. Ninguno era tóxico.
– Sólo hay una forma permitida, ya lo sabes – dijo ella, serena. Él asintió. Se levantó con dificultad. Guardaba las pistolas en una caja fuerte, detrás de su título de biólogo. Volvió a tumbarse al lado de su esposa.
Las dos armas eran gruesos y vulgares trozos de plastiacero bruñido. Le ofreció a Mary la suya, aferrándola por el cañón. Apretó la otra, la que le pertenecía, en su mano derecha.
– Ahora sí, Wilbur. Dilo. Dilo una vez más – pidió ella, llorando y sonriendo.
– Te quiero, Mary – dijo él. La besó en los labios. Un beso casto, un beso de adiós.
Se oyó un único disparo, doblemente intenso.
Continuación de Balas II