Balas – II

Thomas tenía 16 años. Le faltaban dos para que le dieran su pistola, y eso le repateaba. Como todo chaval que se precie, Thomas ya jugaba a ser adulto con simulacros de arma y pistolas de aire comprimido. Estaba contemplando la suya, una Taurus X500, cuando la profesora le llamó la atención.

– Tom… ¿estás entre nosotros, joven desarmado? – preguntó ella con sorna. Los demás se rieron.

– Sí profe – contestó él, mirando a su alrededor con una mueca de odio desganado.

La profesora acarició la culata de su pistola. En 15 años ya había disparado dos balas. La primera la estrenó con un alumno que la miraba con demasiada lascivia – los nervios del principio, ya se sabe. La segunda la había plantado en la cabeza de un colega imbécil y sobón, un profesor de química del distrito. Oculta en su cadera había una larga cicatriz de una bala disparada a bocajarro por el inspector de educación.

Ser profesora de secundaria tenía sus ventajas. Una de ellas es que no tenías que impartir clase detrás de un cristal antibalas, como en la universidad. Allí, la única pistola era la suya. En la clase se sentía segura, viva, poderosa.

– Dentro de dos años, queridos míos – explicó ella -, se acabará vuestra educación obligatoria. Eso significa que alcanzaréis la madurez, y que se os otorgara la pistola, el símbolo de la ciudadanía.

Al fondo de la clase alguien levantó una mano.

– Dime, Jason.

– Profe… ¿en qué consiste la prueba selectiva para acceder a la universidad? – preguntó el chaval, esmirriado y pálido.

La profesora sonrío a medias. Detrás de ella campeaba un cuadro del Emperador Bush III en pose dramática, rodeado de infieles y con dos Desert Eagle de plata en sendas manos.

– Es lo que iba a explicar hoy, renacuajo. Cuando dentro de dos años llegue la hora tendréis que superar una prueba. Es relativamente sencillo. Se os dará una pistola especial, una de un solo golpe. Esa bala llevará impreso vuestro código académico en el cartucho…

– ¿Qué haremos con ella? – preguntó Sandra, la alumna más brillante y sanguinaria de la clase. Estaba en silla de ruedas. Una bala disparada por su tío le había seccionado parte de la médula a los ocho años. Por haber transgredido la inmunidad infantil, su tío había sido linchado legalmente por el vecindario entero. Ni siquiera tuvo el tiempo de usar una bala consigo mismo.

– Depende, Sandra. Hay muchas formas de mostrar madurez cívica. ¿Se os ocurre alguna?

Se hizo un repentino silencio. La profesora conocía bien esa clase de mutismo: era el ruido de las ideas en fermentación. Desde el exterior, a través de las ventanas, llegaba el sonido de disparos distantes.

– ¿Matar a un sospechoso de terrorismo? – preguntó Tom.

– ¿Matar a un enfermo? – preguntó Jack casi al mismo tiempo.

– Esas son dos, sí. Pero no se os han ocurrido formas menos obvias, formas que aprenderéis con el tiempo – comentó la profesora con tono de resabidilla. Los alumnos estaban perplejos. Algunos se pusieron a pasar las páginas del Libro de la Bala, en busca de sugerencias.

– La lucha por los recursos… – murmuró Sandra, con la mirada perdida en el mapamundi de la cátedra.

– ¡Magnífico Sandra! Por ahí van los tiros. ¿Podrías desarrollar ese pensamiento? – preguntó la docente con entusiasmo, sentándose en una esquina de la mesa.

– Los recursos. Es un simple desarrollo del Dogma Maltusiano que nos enseñan en tercero – contestó Sandra, mirando con seriedad a su profesora.

– Sigue, por favor.

– El Dogma Maltusiano nos dice que tenemos derecho a matar para defender nuestra supervivencia. Eso quedó ampliamente demostrado en las primeras guerras pre-revolucionarias en Irán y Libia…

– Sí querida, pero dinos en qué se aplica el Dogma Maltusiano a la prueba selectiva.

Sandra miró los controles de su silla de rueda.

– En la universidad no hay plaza para todos nosotros.

Otra vez el silencio.

– Gracias Sandra – dijo la profesora, casi con pudor. – Lo que ha dicho vuestra compañera es cierto: la lucha por los recursos es lo que mueve nuestro mundo, y lo que os moverá a vosotros como ciudadanos. Si queréis entrar en la universidad, tendréis que ganaros a pulso vuestro sitio en ella…

– ¿Eso implica matar necesariamente a alguien? – preguntó Alan, marginado en una mesa aparte. La profesora, que hasta ese momento lo había ignorado, le miró de repente con grima.

– Alan, no me vengas con esas preguntas pacifistas. Más de una vez tus pensamientos aberrantes nos han apartado de la senda pre-establecida de la asignatura – contestó ella con determinación. Al notar la expresión pavorosa de Alan miró abajo, y se descubrió a sí misma jugueteando con el cierre de cuero de la funda.

Sintió vergüenza. Y ese sentimiento la indujo a controlarse. No era todavía el momento de usar una tercera bala.

– Alan… ya que has sido tú quien ha sacado el tema… completarás la explicación… – dijo ella, casi jadeante por la rabia. Alan respiró hondo, preparándose para recitar.

– Alumnos de primero de carrera. Otros compañeros. Personal universitario. Aquel día, todos nosotros nos convertiremos en asesinos… – ante esa palabra, la profesora emitió un gemido – … tendremos que matar y ser matados, si los demás responden. Será el recambio, la carnicería generacional…

– ¡Alan!

– …seremos cazadores y presas de este sistema absurdo… así serán nuestras becas: ganadas con la sangre. Nuestros exámenes, nuestras notas, nuestro currículum, será un listado de logros a cada cual más sangriento…

– ¡Alan, basta! – gritó la profesora, histérica. Los compañeros se hicieron pequeños en sus asientos. Sólo Sandra miraba a Alan con una mezcla de admiración y repulsión.

– …y así hasta el diploma de grado… hasta el doctorado… ¿cuántas balas académicas tuvo que esquivar usted en su tesis, profesora? ¿Cuántas en el tribunal de oposición? Este sistema sí que es aberrante. Ésa es la verdad, señorita Mitchell – concluyó Alan. Se había levantado progresivamente de su asiento mientras apuñalaba de palabras a su profesora. Parecía un gigante iluminado por luz propia.

Pero se oyó el sonido ensordecedor de un disparo, y Alan el Pacifista dejó de existir para siempre. Con precisión quirúrgica, la profesora Mitchell le había metido una bala en el entrecejo, rompiendo el puente de las gafas. Alan cayó como un muñeco de trapo, con una mirada de bizco y un ribete burdeos bajando por la nariz.

Con los brazos aún apuntando, la profesora miró con pánico a sus alumnos.

– ¿Quién coño será el próximo en portarse mal? ¿Eh? ¿QUIÉN? ¿QUIÉEEEN? – gritó.

Afortunadamente sonó la campana. Salieron todos gritando de alegría, sorteando el cuerpo de Alan y el de la profesora, llevando consigo sus bocadillos y sus pistolas de juguete. Sólo Sandra se quedó allí, acercándose lentamente con la silla al cuerpo de Alan. Luego levantó la mirada, y la cruzó con la de la profesora.

Habría sido un semestre muy difícil.

Continuación de Balas