– ¡Os odio!
El grito resonó en todo el valle. Miles de personas miraban su rostro, despavoridas. De las más cercanas podía ver el blanco de los ojos, brillantes por las lágrimas incipientes de desesperación. En la primera fila estaba su jefe. No muy lejos, el profesor que en tercero de carrera lo había humillado delante de toda la clase. No podían estar más asustados.
– ¡Por demasiado tiempo he tenido que aguantar vuestras sandeces y vuestros abusos! ¡Pero esta vez se acabó! ¡Se acabó!
Gritaba sus frases a pleno pulmón, con rabia. A cada pausa resonaba un trueno ensordecedor. La muchedumbre gemía de terror, bajando la cabeza, buscando protección donde no la había. El cielo era negro y anaranjado, casi infernal. El horizonte, vacío. Todo era yermo y árido, y la única altura era la suya, ese pequeño montículo del que profería palabras cargadas de ira. Se permitió una sonrisa feroz, mientras paseaba dramáticamente por el semicírculo.
– ¡Miradme! Yo era el blanco de vuestras maldades… de vuestras inicuas maniobras… gracias a mi sufrimiento pudísteis triunfar… ¿acaso créeis que os voy a perdonar? ¿Eh?
Dejo transcurrir algunos segundos de incómodo silencio. Vio en los rostros de sus enemigos un atisbo de esperanza. Entonces lo aplastó con una risa maniática, potente, que se convirtió en un grito largo y desencajado, desconcertante. Tomó aliento y gritó otra vez, alzando los brazos al cielo. De repente el cielo se iluminó con la intensidad de miles de soles. Tuvo una erección. Su corazón estaba a punto de estallar.
– ¡Es vuestro fin!
Una docena de hongos atómicos se alzaban en la lejanía. La ola expansiva no tardaría en llegar. Un viento cálido le mesó el pelo, mientras él, aún con los brazos abiertos, saboreaba ese instante de máxima venganza, riéndose como un loco, contemplando el pánico de aquellos que tanto daño le habían causado. Se escabullían como ratas, con la ropa en llamas, el pelo humeante, cegados por la detonación, hacia una muerte segura.
Entonces se apagó la luz.
Se quedó allí algunos minutos, respirando hondo, mientras el escenario a su alrededor cambiaba hacia una policromía de tonos pastel, música relajante, brisa fresca. Cuando ya se había recuperado, se quitó los pequeños electrodos inhalámbricos de las sienes, se puso la chaqueta, y salió por una puerta que había aparecido aparentemente de la nada, oculta en la curvatura de la pared.
– Gracias por haber usado la Cabina de Desahogo™ Hoover®-, dijo una delicada voz femenina a sus espaldas.