El Crítico Definitivo tenía un nombre, pero nadie lo sabía. Los que habían tenido la mala ventura de oírlo habían muerto a la altura de la segunda sílaba. También tenía un apellido, pero viendo cuáles eran los efectos del nombre, interesarse por lo que venía después era pecar de masoquismo. Era, en todo caso, un crítico. El mayor de todos. La quintaesencia de la deconstrucción y del análisis textual.
Caminaba – no, no caminaba, se abría paso a lo largo y ancho de la ciudad, aguardando el momento correcto. Muy pronto el Poema Definitivo, una obra de inconmensurable e inmerecido poder, vería la luz a mano de un insensato, de un personajillo débil y lego, alguien que no merecía siquiera conocer la escritura. La dureza del Crítico Definitivo era tan natural como el aire. La piedad y la indulgencia eran vicios. La comprensión, un mero trámite hacia la aniquilación.
Se ajustó el nudo de la negra corbata y entró en un pequeño bar. Los pocos clientes, al verle, se sintieron de repente culpables de todos los errores más mezquinos e imperdonables. Salieron del local empujados por la brisa acerada de la desesperación. Todos excepto la propietaria. Se quedó detrás de la barra, y se preguntaba por qué, en una noche tan tranquila como ésa, le entraban de repente dudas acerca de su valía.
Miró al hombre que acababa de entrar. En su mente, los diez años que había tardado para convertir ese bar en algo que funcionaba se derrumbaron como un castillo de naipes. A pesar de ello, siguió limpiando su vaso, articulando un inaudible ¿Qué le apetecería tomar?. El Crítico Definitivo, que había estado observando con sarcasmo la decoración del local, le dirigió entonces la mirada. No eran ojos, eran abismos. Técnicamente azules.
Agua. Fría.
La respuesta del hombre resonó en su mente con una claridad dolorosa. ¿Para qué preguntarle si no prefería, en lugar de un mísero vasito de agua, algo más sustancioso? Era perder el tiempo. Quedar en ridículo. Ratificar su estatus de fracasada. Bajó la mirada y vio que se estaba haciendo pequeños cortes con el abrebotellas. Gritó, asustándose a sí misma. El Crítico Definitivo sonrió como si hubiera tenido delante a un niño corto de entendederas.
Chica caprichosa. Quizá debería ir a otro bar…
Ella se mordió el labio hasta hacerlo sangrar. Le odiaba a él y se odiaba a sí misma. Era algo mucho peor que la tristeza. Sacó con todas sus fuerzas un vaso, y lo llenó con agua del grifo, dejando que se desbordara. Se lo dio al hombre. Éste lo miró torciendo levemente el cuello, y luego lo cogió con tranquilidad, llevándoselo a los labios. No bebió ni una sola gota. Olfateaba el agua con la nariz arrugada y los ojos cerrados. Está loco, consiguió pensar la propietaria del bar.
Entonces ocurrió algo previsible: el Crítico Definitivo volvió a apoyar el vaso en la barra. También ocurrió algo menos previsible: la mujer se cayó al suelo, muerta. El hombre de negro sacó un papelito y una estilográfica de plata, y anotó con caligrafía arcaica:
Ambiente escuálido. Agua rancia. Servicio de ínfima calidad.
Y un poco más abajo, una firma con inquietantes florituras. Dejó el papelito cerca del vaso y salió. Iba hacia el centro de la ciudad, dejando detrás de sí una estela de angustia sin límites. En su cabeza venenosa se alternaban imágenes de completa redención, de castigo ejemplar, de venganza intelectual. Ahora su única obsesión era el Poema Definitivo. Lo encontraría y lo destruiría.
Para el bien de nadie.