Hace un par de días murió uno de mis mejores amigos, Nacho Morell.
Iba a escribir el típico homenaje póstumo, citando las bondades genéricas de la persona, pero es algo tan manido que no puedo con ello. Podría decir que Nacho fue brillante, optimista, lleno de energía: todo eso es cierto. Pero recordarlo no hace más que aumentar mi ira hacia un Universo que permite que los buenos se mueran temprano y los hijos de puta envejezcan hasta lo inverosímil. Una regla empírica que nunca falla.
Su enfermedad pudo finalmente con él. Una enfermedad grave. No creo que haga falta entrar en detalles. ¿Qué importa? Desde su nacimiento había tenido que llevar esa pesada carga, y lo hizo de maravilla. Superaba en vigor e iniciativa a cualquiera de sus amigos “sanos”. La luz que brilla con el doble de intensidad, dura la mitad del tiempo, decía un personaje de Blade Runner. Algo así pasó con Nacho. Lanzaba destellos. Nos iluminaba. Así hasta el mismísimo final, según me han contado.
Hoy fui a su funeral. Ha sido el primer funeral al que he asistido nunca. No he podido verle, el lugar estaba abarrotado: acceder a la capilla fue imposible. Muchas caras conocidas, por supuesto. Casi nadie vestido de negro (yo sí). Mucho silencio y brazos cruzados. Es difícil encontrar las palabras en semejantes situaciones. Luego siempre están los que aprovechan la ocasión para solidificar su red social y hablar de negocios con otros asistentes. Lo típico.
No he llorado en ningún momento, a pesar de sentir la angustia y la tristeza del suceso. En cierto modo siento como si me hubiera encerrado en mí mismo para no sufrir. Creo que lo estoy haciendo por miedo.
Veréis: él y yo hicimos un pacto hace año y medio. No puedo desvelar su contenido. Digamos que era un pacto de naturaleza “bélica”: cada uno de nosotros tenía su Némesis particular, y cada uno de nosotros se comprometía a resistir frente al “invasor”. Una forma como cualquier otra de darse ánimos al enfrentarse a enemigos parecidos, aunque no iguales.
Y ahora aquí estoy yo, como un jodido superviviente. Superando la línea de fuego mientras Nacho se queda atrás, atrapado, sin que nadie pueda rescatarle. “No fuimos los mejores los que sobrevivimos”, escribió una vez Viktor Frankl. Cuánta razón, maldita sea. Por eso, quizá, no lloro. Para no tener que mirar hacia atrás y ver qué ha ocurrido. O simplemente porque no lo he visto morir, ni he contemplado su cuerpo sin vida. No lo sé.
Por mi parte, seguiré luchando. Se lo debo. Será mi manera de honrar su memoria en los años venideros. Pues la vida después de la muerte no es más que un deseo, y la única vía para la inmortalidad es el recuerdo.
Adiós Nacho. Descansa en paz amigo mío, no te olvidaré.