Arrojó el bolígrafo lejos de sí. Entrelazó las manos debajo de la mesa, inclinándose asustado hacia lo que acababa de escribir. De alguna forma lo había conseguido – y no sabía cómo. El proceso le parecía un recuerdo nebuloso, un hilo escondido en los recesos inaccesibles de su mente.
El Poema Definitivo estaba allí, delante de él, garabateado con tinta negra sobre un post-it amarillo. En apariencia no eran más que tres líneas, tres miserables cadenas de palabras unidas por una sintaxis inusual. Palabras huidizas, multiformes, ambiguas como un espejismo. Por sí solas podían tener cualquier significado. Juntas, desataban un poder tremendo.
Y él lo sabía.
Después de secarse el sudor que le bañaba la frente cogió el post-it con sumo cuidado, lo metió plegado en el bolsillo de la camisa y salió del pequeño apartamento. Caminó sin rumbo fijo, de una acera a otra, atravesando las manzanas con paso tambaleante, intentando quitarse de encima la febril excitación que lo invadía.
En el cruce de la avenida principal con la calle Rutherford chocó con una mujer. Tardó un segundo para recuperar el equilibrio, y para cuando lo hizo se dio cuenta de que la mujer le pedía disculpas con una adorable sonrisa. “Esto debe ser suyo”, le dijo mientras recogía del suelo el post-it.
Va a leerlo. Dios mío, ahora lo leerá, constató el autor, impotente. Ella miró un momento el papelito. Bastó con que viera de refilón una palabra y algo en su cerebro empezó a procesarla. Una serie inevitable de acontecimientos neuronales en cascada pusieron en marcha todo lo demás. La mujer puso cara de sorpresa, levantó despacio la mirada hacia él, y luego se desplomó.
Le costó lo suyo sacar el post-it del puño cerrado de la mujer. Ahora ya lo entiendo todo, murmuraba ella, extasiada, mientras sonreía con los ojos cerrados. Una vez recuperado el preciado papelito, el autor miró a su alrededor. Nadie había visto nada. Volvió a mirar a la mujer, que se había sentado con las manos sobre el regazo. No te preocupes, ve, le dijo ella con una sonrisa indescriptible. Y él se fue.
Reanudó la marcha, esta vez hacia el centro de la ciudad. El Poema Definitivo funciona, pensó para sus adentros. La combinación perfecta de palabras, la llave maestra de las emociones humanas, en su bolsillo. Se puso a experimentar con otras personas. Sacaba el papelito, pedía a alguien que lo leyera, y se alejaba a una distancia prudencial. La mayoría perdía el tono muscular y entraba en una especie de éxtasis pseudo-catatónico. Alguna clase de Síndrome de Stendhal, quizá.
Con algunas personas no funcionaba del mismo modo. Cuando se lo leía a niños, estos sonreían o se encogían de hombros. Y las personas muy ancianas se limitaban a asentir y suspirar, como si ya conocieran la verdad oculta en el brevísimo escrito. Se lo leyó ingenuamente a perros y gatos, y estos le lamían la mano. Intentó leérselo a los pájaros, y estos contestaron con su canto.
Estaba no muy lejos de los estudios de la radio estatal cuando se percató de que alguien lo había estado siguiendo. Un hombre vestido de negro. Era la Muerte, o el Silencio, o tal vez un crítico literario. Los críticos literarios eran peores que la Muerte. Sintió nacer dentro de él una duda angustiosa. Si lo que él tenía en sus manos era el Poema Definitivo, entonces el tipo que le seguía debía ser el Crítico Definitivo.
Se puso a correr hacia el teatro más cercano.
[¿Continuará?]