Patágoras arqueó una ceja.
– ¿Dónde estamos, maestro? – preguntó Kallistus, su discípulo.
Patágoras contempló el paisaje a su alrededor. Era sin lugar a dudas un trozo de costa. El vinoso mar llenaba sus ojos hasta el horizonte, y terminaba su viaje en un arenal plano, poblado de gente semidesnuda. Las personas no parecían estar haciendo nada. Algunas descansaban tumbadas bajo la sombra de arbolitos artificiales, mientras que otras deambulaban con desgana cerca de las olas. Una minoría de los presentes parecía estar jugando con una piedra esférica y palas de madera. Otros nadaban no muy lejos de la orilla.
– Lo que veo me desconcierta, Kallistus. Debe ser otro trance báquico, – dijo Patágoras.
– Oh vaya. Pues este lugar es de lo más extraño, – observó el joven.
– Ven, acerquémonos a indagar.
Despertando la curiosidad de algunos presentes, Patágoras y Kallistus se dirigieron por la arena cálida hasta uno de los arbolitos artificiales. Debajo de él se hallaba un hombre cuya única ropa era un trozo de tejido que le cubría las partes pudendas. Llevaba en los ojos sendos trozos de vidrio oscuro. Al ver a Patágoras, levantó la cabeza y torció el gesto.
– No, no, no quiero nada, no me interesa la ropa, gracias – dijo el sujeto.
Patágoras y Kallistus se miraron por un breve instante.
– No somos mercaderes, señor. Queríamos saber qué es este lugar, – pidió Patágoras con cortesía.
El hombre abrió la boca, pero no dijo nada. Después de procesar en su cerebro dos datos que le parecían tremendamente disonantes, resolvió contestar la pregunta. Si hubiera sido un cerebro mecánico se habría oído un CLONK.
– En la Playa del Gurugú – dijo con voz temblorosa. Se incorporó sobre su tumbona.
– Ah. ¿Y qué es lo que hacéis aquí? – preguntó Patágoras
– Puuees… nada. Descansar. Tomar el sol. Nadar. En una palabra, vacaciones.
– ¿Y ya está? ¿Venís aquí y esperáis?
El hombre intentó deglutir con fuerza.
– Eh, sois raros. Dejadme en paz o llamaré a la policía – dijo con voz casi estridente.
Patágoras y Kallistus interpretaron la amenaza del mensaje y se alejaron hacia un puesto de observación elevado. Sobre él se hallaba sentada una mujer joven. Miraba el mar con un instrumento dotado de dos secciones cilíndricas. Una pequeña bandera amarilla ondeaba no muy lejos.
– Kallistus, esto es realmente raro. Estamos en un lugar en el que gentes de otra época vienen a no hacer nada, – comentó Patágoras, sombrío.
– Quizá estén esperando algo. No sé, una flota… a lo mejor son un ejército acampado… pescadores… – aventuró el discípulo.
Patágoras lanzó una miradita interesada a una mujer de pechos desnudos que pasaba a su lado y luego sacudió la cabeza, recobrándose de la visión insólita. Se acercó a la joven que estaba sentada en el puesto de observación.
– Muchacha… ¿podrías ayudarme?
La mujer miró hacia abajo y sonrió.
– Vaya, ¿sois de un grupo de teatro de calle? – preguntó con interés.
– No, som… – empezó Kallistus, interrumpido por un codazo en el estómago.
– En cierto modo sí, podría decirse que somos… er… actores, – dijo Patágoras.
– Que guay. Bueno, ¿qué querías saber?
– ¿Qué es lo que haces ahí arriba? – preguntó Patágoras.
– Pues vigilo a los nadadores. Soy socorrista, – contestó ella con naturalidad.
Patágoras buscó la ayuda de Kallistus, y se percató que el joven discípulo estaba mirando otra cosa. Había sido hipnotizado por sirenas sin cola, por así decirlo. El anciano volvió a dirigirle la palabra a la socorrista.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre con esos nadadores? – preguntó Patágoras.
– Pues que a veces pasa de todo… gente que no sabe nadar, gente que se ahoga… insensatos que se toman un baño después de comer… esas cosas.
– Ajá. ¿Y se dirigen hacia alguna parte? ¿Pescan algo?
– No, ¿deberían? – preguntó ella, sonriendo con curiosidad.
Patágoras se mesó la barba. Estaba perplejo. Tomó a Kallistus del brazo, que seguía mirando con la boca entreabierta la abundante selección de glándulas desnudas, y lo arrastró hasta un cartel a 30 metros del mar. El cartel ponía “Información acerca de los rayos UV”. El anciano leyó con detenimiento. El tránsito báquico le permitía comprender cualquier forma de comunicación.
– Kallistus, según lo que dice este cartel, exponerse a la luz del sol puede provocar quemaduras y cáncer de piel. Suena como algo mortífero, – dijo Patágoras.
– ¿Por qué se quedan bajo el sol, pues? – preguntó el joven.
– No lo sé. No parece muy racional. Espera, deja que compruebe una última hipótesis.
Patágoras se acercó a una señora tumbada dramáticamente sobre la arena, boca arriba. Su piel estaba ya rojiza.
– Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?
– ¿Qué quiere? – preguntó ella, despertándose.
– ¿Por qué toma el sol? ¿No sabe que los rayos UV pueden tener efectos nocivos para su condición? – preguntó Patágoras con una sonrisilla encantadora.
La mujer le miró durante unos segundos.
– Bah. Me da igual, eso son tonterías, – contestó ella con un bufido.
Patágoras se alejó cabizbajo, rumiando. Se sentó debajo de una palmera, junto a Kallistus.
– Maestro, veo que la gente se amontona aquí pasivamente, sin hacer nada, intentando ahogarse, quemarse y deshidratarse bajo el sol. Para más inri, este sitio rebosa de bellas mujeres intocables. ¿Qué dirías que es esto que llaman “vacaciones”, pues? – preguntó.
Patágoras se quedó en silencio unos breves instantes.
– Debe ser alguna clase de Infierno, Kallistus. Vámonos.
Dicho ésto, maestro y discípulo se alejaron de la costa, atravesando el pequeño cúmulo de bruma por el que habían venido.