– Será mejor que no lo hagas – dijo el héroe.
– No vas a impedirlo – dijo el científico loco.
El científico loco estaba apoyado con inseguridad a una gran palanca. Si hubiera aplicado una presión mayor, la palanca hubiese terminado su movimiento, y el mecanismo habría destruido el planeta. Por completo. Reacción-en-cadena. Big-badaboom. La mecánica de la destrucción no importaba.
– Siempre había esperado este momento – reveló el científico loco con voz emocionada.
Vestía una bata blanca manchada de reactivos químicos, quemada en varios puntos. Detrás de sus gafas se escondía una mirada que mezclaba la ira, el cansancio y la locura en partes iguales. Su aspecto desaliñado inspiraba piedad en el observador, y sus manos se aferraban a la palanca como las garras de un pájaro.
El héroe, desde su posición, podía vislumbrar la blancura de los huesos, y el cauce de las gordas venas que trepaban por la muñeca del científico.
– No tiene porque terminar así, doctor. Se le puede rehabilitar. Se le puede curar – sugirió el héroe.
Él era el héroe. Genuinamente comprensivo. Ingenuo, tosco, hermoso. Su limpia mirada inspiraba confianza: era la cara sonriente del sistema, puño de hierro en guante de seda. Estaba convencido que lo que hacía era para el bien de la humanidad. Pensaba que había algo bueno para lo que luchar.
– Claro… curarme… – dijo el científico, sonriendo con infinita tristeza.
– Venga conmigo, doctor – ordenó el héroe.
– Querrás saber por qué lo hago. Querrás saber qué es lo que me impulsó a dejarlo todo, a proyectar y construir una máquina como ésta – aventuró el científico loco, describiendo círculos con sus brazos, indicando la parafernalia mecánica que le rodeaba.
– Puede contármelo luego – dijo el héroe, acercándose.
– ¡Para! ¡No des un paso más o freiré este jodido planeta! – gritó el científico con un alarido, tensando sus pocos músculos. La palanca se había movido un centímetro. Una gota de sudor frío recorrió la frente lisa del héroe.
– Está bien. Habla – dijo, rindiéndose. El loco necesitaba hablar. Quería que alguien le escuchara.
– Tú no lo comprendes, jamás lo comprenderás. No eres más que un bonito títere en mano a poderes invisibles. Sirves ideales que no existen, a jefes que mienten, a una civilización que no tiene nada de humano. Tú no eres capaz de ver más allá de los hechos, del dolor, de la maldad primaria e intrínseca que supone sufrir – espetó el científico.
– Yo soy lo que soy, viejo. No pretendas cambiarme – se defendió el héroe, con dignidad.
– ¡Yo no quiero cambiarte! ¡Yo no quiero nada! ¡No quería nada! Yo era joven… inocente… pensaba que el conocimiento me daría la felicidad… que me haría libre… creía en las fábulas, en los relatos de riqueza, de gloria, de bienestar ilimitado… habría muerto para defender al sistema. Habría dado cualquier cosa para que siguiera en pie.
– ¿Y por qué cambiaste de parecer? – preguntó el héroe.
– ¿No lo ves por tí mismo? Todo es mentira. Estamos inmersos en ella, vivimos en su interior. Nosotros mismos somos mentiras.
– No entiendo.
– La gente vive su vida persiguiendo metas irreales, sin sentido. Se predica una cosa para hacer otra. Se respira la contradicción, la incoherencia, como si fuera el aire que nos rodea. La corrupción es algo normal, es el pan cotidiano. Los auténticos criminales son aclamados, los inocentes son perseguidos. Se promueve el vacío, la falta de pensamiento crítico, el abandono de las propias ideas. ¿Y sabes qué es lo que más me desconcierta de todo esto? – preguntó el científico loco, jadeante.
– No, dímelo – repuso el héroe.
– Que es lo normal. Que nadie se sorprende por descubrir todo esto, sino que lo considera natural como la vida misma. Que no se persigue al malhechor, sino que se le premia. Que abunda la ignorancia, la cobardía, la pasividad… esa falta de iniciativa que leo en los ojos del rebaño, en la masa… Yo odio la masa… odio la humanidad, odio la forma en que se oculta de sí misma, sus placeres idiotas… odio su forma de rechazar lo que es diferente, su incapacidad para percibir lo profundo, para trascender su experiencia miserable…
– Quizá tengas razón – comentó el héroe, sombrío.
– ¿Me comprendes? ¿De verdad me comprendes? ¿Puedes sentir tú también lo que yo siento? Me rechazaron. Me apartaron de su vista cuando ya no les servía. Intentaron eliminarme cuando les mostré sus faltas, sus errores. No querían escucharme. Lo perdí todo por ser coherente con esos mismos ideales que profesaba… ésta es mi tragedia, es la tragedia de todos. La vida es una jodida tragedia, héroe. Y puesto que no la puedo cambiar, la eliminaré. La borraré de la faz del universo
– Todavía hay esperanza. Yo te creo: no todos somos como los que tú describes, te lo aseguro – dijo el héroe, dando algunos pasos hacia el científico.
– Entonces… entonces… – balbuceó el viejo loco, temblando.
– Ven conmigo. Todavía podemos cambiar ésto.
– Yo… yo creía que estaba solo. Que no había nadie que…
Transcurrió un minuto eterno. Finalmente el científico loco quitó sus manos de la palanca, mirándose las palmas enrojecidas como se mira el arma de un delito. El héroe se acercó a pasos resueltos, y tomó de la muñeca al científico.
– Eres una persona interesante, viejo. Pero debo confesarte algo – comentó el héroe.
– ¿El qué? – preguntó el científico loco.
– Mentí.
Dicho esto, el héroe arrastró al científico loco por el suelo, hacia la salida del complejo.