Patágoras y Kallistus, maestro y discípulo, se hallaban no muy lejos del acantilado de Samos, caminando lentamente y charlando sobre algunas cuestiones filosóficas. La fresca brisa marina llenaba el aire vespertino con las fragancias de la costa. Tal y como solía hacer, Kallistus aprovechó una pausa en el paseo para formular sus dudas.
– Maestro…
– Dime Kallistus – contestó Patágoras, mientras contemplaba el horizonte.
– ¿Por qué los filósofos siempre hablan acerca de que hay que elegir el camino más duro?
Patágoras miró a su discipulo como quien está valorando si el pescado es lo suficientemente fresco. Luego esbozó una sonrisa socrática.
– ¿Por qué crees tú que lo decimos? – preguntó, mientras reanudaba la marcha.
– Bueno… quizá porque la dureza del camino fortalece el espíritu… porque en la senda más fácil no hay nada que estimule la inteligencia… o tal vez porque el camino más difícil sea el que otorga luego más recompensas – aventuró Kallistus, rascándose la cabeza.
– Muy buenas ideas, pero el consejo filosófico no surgió por esos motivos, sino por otro bastante más concreto – comentó Patágoras, sin borrar del rostro su sonrisilla.
– ¿Y cuál es, maestro? – preguntó el joven.
– La senda fácil es aquella en la cual resulta más frecuente encontrar bestias y bandidos – contestó Patágoras.
Kallistus se quedó perplejo mientras su maestro se alejaba hacia la ciudad. Luego, él también reanudó la marcha, con un atisbo de iluminación surcando su rostro imberbe.