– Maestro… ¿dónde estamos ahora? – inquirió el joven discípulo.
– No tengo ni idea, Kallistus. Vayamos a ver. – contestó Patágoras.
Caminaban, sin saber muy bien adonde iban, sobre una superficie pavimentada. A su alrededor, una altísima estructura de metal se erguía hasta tocar al mismísimo cielo. Era la construcción más grande que habían visto, más alta incluso que la Gran Pirámide que habían visitado en tierras egipcias. Una serie de estructuras más pequeñas, pero también imponentes, constelaban la amplísima explanada. Su utilidad parecía desconocida. No se veían plantas, animales u otras personas por ninguna parte.
– Todo esto me inquieta, Patágoras. ¿Estamos en otro trance báquico? – preguntó Kallistus, ansioso.
– Sí. Pero no te preocupes. Lo único que podemos hacer ahora mismo es indagar.
Patágoras eligió dirigirse hacia la gran torre metálica. Obediente pero inseguro, su discípulo le siguió. Llevaban caminando diez minutos cuando una voz extremadamente potente sonó a sus espaldas. Era la de un hombre gritando en una especie de ánfora azul. Llevaba dos piedras negras en lugar de ojos, y extraña ropa.
– ¡Vosotros! ¡Eh! ¡Venid aquí! – gritó el hombre.
Patágoras se dio la vuelta, y tomó a Kallistus del brazo. Mientras avanzaban cautelosos hacia el hombre del ánfora, éste también se acercaba, pero corriendo. Una ridícula tira de tejido negro bailaba sobre lo que parecía un camisón muy ajustado; el hombre vestía pantalones, como los bárbaros del Cáucaso.
– ¿Quiénes diablos sois? – preguntó el bárbaro.
– Yo soy Patágoras de Samos, y este es Kallistus, mi discípulo. – contestó secamente Patágoras.
– Er…
– ¿Sí?
El hombre con piedras en lugar de ojos agarró un objeto negro que se hallaba sujeto a su cinturón de piel y lo acercó al rostro afeitado.
– Aquí Johnson. Un par de pirados han aparecido en medio de la zona de lanzamiento B. No, no sé si son de Greenpeace. Ni siquiera sé cómo han llegado aquí. ¿Que los eche? Vale, ya me encargo yo. Parecen inofensivos. – dijo el sujeto, mientras una gota de sudor resbalaba por su frente.
– Maestro, nos ha llamado “inofensivos” – comentó Kallistus susurrando. Patágoras se rió para sus adentros.
– ¿Dónde estamos? – preguntó el anciano.
– ¿No lo sabéis? – contestó Johnson, ajustándose los pantalones y levantando una ceja. – Esto es el John F. Kennedy Space Center. La zona de lanzamiento del Space Shuttle. Como sigáis aquí es probable que el chorro del take-off os achicharre en menos tiempo del que necesitáis para parpadear.
Tras decir esto, Johnson se quitó las piedras oculares, mirando desafiante la pareja de griegos con un par de ojos grisáceos.
– Lo de achicharrarnos es algo claro, – dijo Patágoras con una sonrisita – pero no sabemos lo que es un “speis shatle”, ni tampoco un “teikof”.
Johnson empleó unos minutos para examinar a ambos intrusos. El primero era un anciano de unos 65 años, con una barba blanca magnífica, y poco pelo en la cabeza. El otro era un jovencillo robusto de unos 20 años: estaba mirando a su alrededor como un crío, con la boca abierta y una mano sobre la frente, para desviar la luz solar. Los dos vestían togas y sandalias, y parecían dos personajes salidos de una película de serie B.
– Esto.. bien. Venid conmigo por favor. El lanzamiento tendrá lugar dentro de quince minutos. Lo veremos desde la caseta de emergencia. – dijo con voz normal.
Patágoras asintió, y los dos filósofos siguieron a Johnson, que suspiró aliviado al comprobar que los dos chiflados cooperaban. El interior de la caseta era sencillo pero transmitía una sensación de solidez. Desde el piso superior, los tres podían ver la plataforma de lanzamiento.
– Y bien. ¿De dónde habéis aparecido? Todo el recinto está fuertemente vigilado. – comentó el hombre a Patágoras.
– No lo sé. De repente nos encontramos muy cerca de donde nos descubrió usted.
– Cuando salgamos de aquí, tendré que acompañaros a la comisaría más cercana. Espero que lo entendáis.
Patágoras se rascó la barba.
– ¿Para qué sirve todo esto? ¿Qué es aquella cosa enorme que echa vapor? – preguntó con curiosidad, mirando al Shuttle.
Johnson tardó unos segundos en reaccionar. En cierto modo aquella conversación le desconcertaba. Pero era un hombre práctico, acostumbrado a contestar preguntas. Había trabajado dos años en el gabinete de prensa de la NASA, y aunque ahora fuera un miembro del equipo de control, no había perdido la costumbre.
– Sirve para… – empezó. Luego sacudió la cabeza lentamente, renunciando a explicar algo tan tonto.
– Siga, por favor. – comentó Patágoras, con voz sincera. Kallistus miraba al cohete, fascinado.
– Sirve para llevar hombres y materiales al espacio exterior. – contestó Johnson, terminando con un largo suspiro. – ¿De verdad usted no lo sabe? ¿Me está tomando el pelo? – preguntó casi con rabia.
– No. ¿Por espacio exterior se refiere al cielo? – inquirió el anciano.
– Más allá del cielo. – dijo Johnson. Iba a seguirle el juego. No tenía otra cosa que hacer mientras el cohete se preparaba para despegar.
– Donde los astros pues.
– Sí, más o menos.
– ¿Y qué es lo que hay allí donde debe ir el shatle?
– Nada. El vacío. Dejaremos allí un… mecanismo… en un círculo que…
– Sé lo que es una órbita muchacho. Fui discípulo de Aristarco de Samos. – dijo Patágoras con aire benigno.
Johnson creía estar soñando, o quizá alucinando. Debo haber respirado algo tóxico sin querer, pensó.
– Dejaremos un objeto en órbita. – contestó.
Patágoras miró la plataforma de lanzamiento unos instantes. Luego volvió a la carga.
– ¿Y por qué vais a dejar algo en la nada? – preguntó sonriendo.
– Pues… para investigar la… posibilidad de construir mejores vehículos espaciales.
– Y con mejores vehículos, ¿qué haréis? Estoy realmente intrigado.
– Podremos alcanzar otros planetas extrasolares con seres humanos, no con sondas automáticas.
– ¿Que son las sondas automáticas?
– Son como… siervomec..
– Ah, esclavos mecánicos. Como los que creó Ktesibios de Alejandría para abrir las puertas del templo.
– Algo así, sí. – repuso Johnson, secándose el sudor de la frente. El anciano le ponía de los nervios, pero no podía evitar contestar sus dudas.
– ¿Hay otros seres humanos en esos planetas?
– No, que sepamos. Las sondas no han encontrado vida fuera de la Tierra.
– Entonces, ¿para qué enviar a otros seres humanos?
Johnson se mordió el labio inferior.
– Para establecer bases en el sistema solar… bases desde las cuales podemos alcanzar las estrellas.
– ¿Y qué haréis cuando hayáis conquistado todas las estrellas? – preguntó el filósofo.
– Bueno, eso será una tarea muy larga… – contestó Johnson riéndose. Faltaba un minuto para el countdown.
– ¿Las estrellas? ¡Qué bien! ¿Y qué hay más allá de las estrellas? – preguntó Kallistus, interesado.
– Otras estrellas… que se agrupan y… – Johnson miró el reloj. Y luego a los dos chiflados, que parecían sinceramente atentos. – … forman galaxias… que a su vez forman grandes grupos de galaxias…
– ¿Y cuando hayáis conquistado las galaxias, y los cúmulos de galaxias, qué haréis?
– No lo sé. Supongo que ya se nos habrá ocurrido algo.
– Ajá. – dijo Patágoras, mesando la barba. – Creo que ya podemos irnos, Kallistus.
Ambos se levantaron y bajaron las escaleras.
– ¡Eh! ¿Adonde vais? ¡Moriréis carbonizados! – gritó Johnson. Descubrió que algo le retenía en la silla.
Vio como las figuras de los chiflados se alejaban hacia el punto de origen, y desaparecían poco antes de ser devoradas por las llamaradas del lanzamiento. Johnson decidió a partir de ese día acudir una vez a la semana al psicólogo de la base, y dejar de tomar café por la noche.
En otro sitio del espacio-tiempo, dos filósofos despertaban de un profundo sueño.
– Maestro… ha sido todo muy emocionante – dijo Kallistus, mirando a las estrellas.
Patágoras se rascó la cabeza.
– Sí, la conquista de la nada puede ser muy emocionante a veces…