El joven Kallistus había vuelto de un breve viaje por Sicilia, y su maestro Patágoras le estaba esperando en los muelles del pireo de Samos. El Sol anaranjado del atardecer teñía de fuego el agua del mar, y la brisa fría soplaba constantemente, meciendo los barcos en sus amarraderos y levantando pequeñas nubes de polvo en el camino que llevaba a la ciudad. Mientras seguían el sendero de regreso al templo, Kallistus y Patágoras conversaban sobre temas variados, como era habitual.
– Maestro… – empezó Kallistus, con su habitual timidez.
– Dime Kallistus. – dijo el anciano, mientras miraba el horizonte.
– ¿Es la ira algo malo? – preguntó el joven.
Patágoras paró en seco, y al cabo de unos instantes reanudó la marcha, mesando la barba con energía.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– A veces… veo las injusticias que me rodean, lo sórdido del mundo, la maldad de personas, el llanto de los derrotados, la barbarie, la guerra, el hambre… la ignorancia, la falta de humildad, la…
– Está bien, Kallistus – dijo Patágoras, levantando una mano – Pero dime, ¿qué te ocurre entonces?
– Siento ira. Rabia. En esas ocasiones, maestro, me invade un deseo de destruirlo todo, de aniquilar el mal, aún a costa de perecer yo mismo. De borrar de la faz de la tierra a toda escoria, de decirle a los arrogantes que se equivocan, y a los soberbios que son sólo un grano de polvo en el cosmos.
– Yo también sentía ese mismo impulso a tu edad – confesó Patágoras. – Y todavía sigue apareciendo, de tarde en tarde, en los recesos de mi alma, cuando estoy cansado. – añadió el anciano, sonriendo con tristeza.
Ambos filósofos permanecieron en silencio, escuchando el sonido omnipresente de los grillos.
– Sin embargo, – dijo Patágoras, animándose de repente, – he descubierto también que la ira en muy pocas ocasiones produce el bien. Lo que se obtiene a través de la furia es todo lo contrario de lo que uno persigue.
– ¿Por qué piensas tal cosa? La ira a veces es necesaria. – contestó el joven discípulo.
– No. Puede parecernos una fuerza irresistible, pero no es, en verdad, necesaria. Un estornudo parece necesario, pero no lo es. No es más que una consecuencia, un subproducto de lo que ocurre dentro de nosotros. La ira es una bestia negra que creemos dominar, pero que en realidad nos cabalga como si fuéramos tercos caballos.
– Maestro, yo no veo, a pesar de lo que me dices, otra forma de cambiar el mundo que no sea a través de la rabia.
– Te contaré algo. Mi amigo Trifón, el poeta, escribió hace tiempo que la venganza es como una hidra: cada vez que alguien le corta una cabeza, le brotan dos. ¿Qué concluyes de su verso? – preguntó Patágoras.
– Que hay que aplastar a la hidra con una gran roca – contestó Kallistus. Patágoras soltó una breve carcajada.
– Kallistus, tú lees demasiados cuentos. Pero sí podemos decir que la hidra hay que derrotarla de otra forma. La rabia no hace más que engendrar odio, y de éste brota nueva desdicha. La furia se extiende como las llamas, que todo lo prenden. Después de la ira no queda nada. Sólo cenizas.
– Entonces el mal no puede ser destruido, pues en cuanto hemos cortado una de sus cabezas, nosotros mismos nos convertimos en una de ellas. – sugirió el discípulo, inspirado.
– Bien dicho Kallistus. No se puede derrotar el mal con sus propias armas, que son la venganza y la ira. Es inutil apredrear una roca: si la rompes, sólo conseguirás que se multiplique.
A la intervención de Patágoras siguió un breve silencio. Maestro y discípulo reanudaron lentamente la marcha.
– Maestro… ¿qué podemos hacer entonces para combatir el mal?
– Construir – contestó el maestro. – Hacer el bien. Crear nuevos destinos, y dejar que la ira y el mal se apaguen por sí solos, que se queden sin alimento. Y cuando el mal nos embiste, defendernos, sí; pero también seguir el camino que teníamos prefijado. Por muy difícil que parezca, y por imposible que resulte en ocasiones ignorar la propia rabia, la vía más certera es la vía que ignora el mal para concentrarse en el bien. Y si realmente hay que luchar contra el mal, porque no queda otra alternativa, debe ser por medio de acciones rápidas, serenas, calculadas, como cuando se extirpa una mala hierba del terreno.
– Comprendo, maestro. Creo que me gustará eso de extirpar malas hierbas… – dijo Kallistus, con la mirada perdida en el horizonte y una sonrisita en el rostro.
Patágoras suspiró, preguntándose si su joven discípulo no hubiera sido mejor luchador de pancratio que filósofo.