Después de un largo paseo por la costa de Samos, Kallistus y Patágoras habían entrado en la ciudad, y se habían sentado en proximidades del templo de Zeus, que se elevaba majestuoso sobre la polis. El dios, o la supuesta representación de la divinidad, se hallaba oculto en la naos, una habitación cerrada en la que sólo estaba permitida la entrada a los sacerdotes. El templo estaba hecho para ser disfrutado desde fuera, y su magnífico peristilo de columnas jónicas así lo demostraba. Bajo el sol anaranjado de la tarde, el mármol blanco y los dibujos del frontón resplandecían con una luz muy agradable. Realmente parecía, ante los ojos del demos, la casa de un dios.
– ¿Maestro? – preguntó Kallistus con inquietud.
– Dime – contestó Patágoras, sereno.
– Hay una duda que muchas veces me asalta…
Patágoras arqueó una ceja.
– ¿Y bien? ¿Qué duda es esa, que tanto te molesta? Deja que la comparta contigo. – dijo el anciano.
– ¿Existen los dioses? – preguntó el discípulo, como liberándose de un peso enorme.
Patágoras esperó algunos segundos y fue ensanchando su sonrisa.
– ¿Para qué quieres saberlo? – preguntó.
– Bueno… yo.. si realmente existen, entonces me escucharán. Y tal vez sea cierto que pueden castigarme, y que estoy a su merced.
– ¿Qué te hace pensar que a un dios le importaría lo que tú haces? – inquirió Patágoras.
Kallistus miró dubitativo a su maestro. Luego se le iluminó el rostro.
– Maestro, estás desviando mi pregunta. Te pregunté si existen los dioses. – dijo con determinación
– Si te refieres a la personificación material de los dioses olímpicos, en carne y hueso, dotados de caprichos y voluntad propia, mi respuesta es no. Aunque es una respuesta personal, me doy cuenta de ello.
– ¿Es decir?
Patágoras se rascó la barba.
– Como filósofo, estoy en cierto modo acostumbrado a prestar atención y crédito únicamente a lo que percibo, a la experiencia. Por supuesto, el que nunca haya visto a un dios no significa que los dioses no existan, pero nada de lo que sé me deja suponer que sean reales. La solución más sencilla es admitir que no existen.
– Entonces, ¿por qué no afirmas directamente que no existen? – preguntó el discípulo.
– Es algo que no puedo verificar, Kallistus. En mi mente estoy bastante convencido de que los dioses no existen, pero esta misma definición de “existencia” no puede zanjar el tema. Los personajes de las fábulas no existen, los héroes de la antigüedad tampoco, y es posible que algún que otro filósofo tampoco haya existido jamás. Si me apuras, no descartaría que nosotros mismos fuéramos palabras escritas por otra persona.
– Sin embargo…
– Sin embargo, esos personajes y sus enseñanzas viven en el pensamiento colectivo e individual de las personas, y en cierta manera influencian sus actos, y por ello tienen alguna clase de consistencia, aunque sea emergente y cultural. Resulta irónico pensar que las personas producen sus propios dioses, pero esto es lo que ocurre. El que algo no exista materialmente o como entidad separada de la imaginación no significa que no tenga influencia sobre los seres humanos.
– En resumen, los dioses existen – concluyó Kallistus, satisfecho.
– ¡No! ¡No lo sé! – exclamó Patágoras. – Es una cuestión que no me incumbe porque no puedo estudiarla. Está a mi alcance saber cómo se moverá un dardo lanzado al aire, cómo rodará una piedra, o cuándo el agua empezará a hervir; pero no puedo saber nada acerca de los dioses. Puedo tener ideas sobre ellos, puedo rechazarlos, o cambiarlos por otros, pero ellos no constituyen materia empírica, sino metafísica. Lo único que sé es que algunas personas tienen ‘fe’, que es una especie de creencia en un objeto o suceso que no es verificable por los sentidos.
– Eso incluye a la ética… – aventuró el joven.
– No del todo. Una parte de la ética diría que es producto de las condiciones materiales, y que la conducta moral tiene a menudo acciones concretas encubiertas, que tienen cuyo objetivo el bienestar propio y el de los demás (que luego redunda en beneficio del individuo mismo). Ahora bien, otra parte de la ética diría que está formada por creencias metafísicas sin evidencia real. Por ejemplo, el bien supremo es una muestra de concepto metafísico al cual se amparan las personas para dirigir sus acciones.
– ¿Es eso necesario? ¿Realmente la gente tiene que creer en algo que no existe?
– Creo que estás planteando mal la pregunta. Tu pregunta no debería ser “¿Tiene la gente que creer en algo que no existe?” sino “¿Debe la gente tener libertad para dudar?”. La gente cree en algo. Es un hecho. Los bárbaros al norte de Tracia creen en los espíritus del bosque. Nuestros compatriotas de Samos son devotos seguidores de Zeus. Hay personas que creen en el Bien, otras en el Amor, y otras en el Dinero. Algunas personas son coherentes con su ética porque creen que aportarán algo a conceptos abstractos como la “Humanidad”. Otras personas dicen no creer en nada, pero en realidad están creyendo en algo que no pueden explicar con pruebas. Siempre.
– ¿No es posible no creer? – preguntó Kallistus, escéptico.
– Por lo que veo, no. Creer es algo idealmente independiente del pensamiento racional. Uno siempre estará creyendo en algo, aunque sea la bondad de las propias acciones, o en la validez de su propio escepticismo. Una persona que no se guiara por un ideal no sería más que una cáscara vacía, sin motivación, sin deseos de vivir. Los animales no necesitan hacerlo, y por eso, en cierto modo, son menos dañinos.
Patágoras paró durante algunos instantes, y respiró hondo.
– Que cada uno crea pues en lo que le dé la gana – siguió – pero que sea también libre de cambiar de parecer en cualquier momento.
Kallistus miró a su maestro con el ceño fruncido.
– Así que los dioses no existen. – dijo.
Patágoras emitió un grito ahogado y salió corriendo hacia la playa.