Era de noche en el acantilado. Kallistus y Patágoras, sentados alrededor de un pequeño fuego, observaban las muchas y brillantes estrellas que se amontonaban en el cielo. El susurro liviano de los matorrales, movidos por la fresca brisa nocturna, era acompañado por el ocasional canto de los grillos. A lo lejos, el sonido de las olas chocando eternamente contra las rocas. Patágoras, de repente, estornudó.
– Maestro, ¿estás bien? – preguntó Kallistus con aprehensión.
– ¿Mmm? Sí. Sólo ha sido un estornudo. – contestó Patágoras sin levantar la mirada.
– Maestro, ¿has pensado alguna vez en la muerte?
Patágoras, ante la pregunta, miró a su discípulo a los ojos. Tras un tiempo que pareció muy largo, dirigió su mirada hacia las estrellas. No había mucho más que ver.
– Pienso en ella todos los días. – repuso el anciano.
– ¿Qué crees que pasará cuando te mueras?
– No lo sé. Imagino que mi corazón dejará de latir y que al cabo de un tiempo mi cuerpo olerá muy mal. Que seré enterrado con alguna moneda, tal y como lo prescribe el ritual, y que seré pasto de gusanos. No es lo que yo definiría como una compañía estimulante, pero es mejor que nada.
Kallistus se quedó rumiando la respuesta de su mentor durante unos segundos.
– ¿Hay vida después de la muerte? – preguntó.
– Tampoco puedo saberlo. Por ese motivo no cuento con ella. Tal vez sea como dormir un sueño sin sueños. O algo aún más profundo. Desde luego, si la muerte es así, no vale la pena preocuparse. Un muerto rara vez se preocupa de algo.
– Ja ja, Patágoras, me tomas el pelo, ¿eh? – dijo el joven, riéndose nerviosamente.
– En realidad no.
Ambos se quedaron callados, escuchando los ruidos de la noche.
– En verdad creo que no morirás nunca, Patágoras. – afirmó Kallistus con solemnidad.
– ¿Y eso? ¿Por qué piensas que seré inmortal? – preguntó Patágoras, arqueando una ceja.
– Están tus obras. Tus diálogos. Estoy yo, que soy tu discípulo. Toda la ciudad de Samos y toda Grecia te recordarán siempre. Has conseguido la inmortalidad a través de tus acciones. Eres una persona realizada. – dijo el joven con energía.
Patágoras bajó la ceja y suspiró.
– Todo eso es efímero. No sólo lo es, sino que además tiende a deformarse con una velocidad pasmosa. – dijo con tristeza.
– No te entiendo…
– Ninguna obra hecha en vida nos hace mejores, más humanos o más inmortales que otros, una vez que hayamos expirado. La fama, la gloria, o como quieras llamar la reputación de un muerto, no son más que sombras insustanciales. Ni siquiera son aire.
– ¡Pero tú serás amado y recordado durante eones!
– Yo no. Algunos de mis productos, tal vez. Lo que dije, apropiadamente recortado y manipulado. Lo que hice, deformado para ser algo más grande o más pequeño. Lo que la gente recuerda del vigoroso roble no es más que un tronco carcomido y hueco, una parodia de árbol, sin hojas, sin vida, sin raíces.
– Algo es algo, maestro.
– No he buscado todo esto, Kallistus. Es inevitable, lo sé, pero también es falaz y sórdido. Ser un mito, un fantasma, una caricatura… ¿te gustaría ser todo eso? Por otro lado están mis palabras, sí. Siempre y cuando le puedan servir a alguien, y no sean quemadas, u olvidadas en algún polvoriento rollo de alguna biblioteca perdida. Aún peor: podrían ser modificadas a placer. Sería un títere que se pondría a decir cualquier cosa.
Kallistus se estremeció debajo de la toga, bien por el frío, bien por la impresión que le causaron las palabras de Patágoras. Echó unas ramas al fuego, y luego intentó un último asalto.
– Entonces, ¿por qué hacemos todo esto? ¿Para qué esforzarnos si no queda nada? – preguntó casi con rabia.
Patágoras señaló las estrellas con un dedo.
– Mira cuántas estrellas. Hay algunas que son más bonitas que otras, pero todas contribuyen a este espectáculo precioso. Si quitas una estrella, estás quitando algo al conjunto. Una sola estrella, sin embargo, no puede rivalizar contra las demás. Todas cooperan.
– Sigue – dijo Kallistus, más tranquilo.
– Lo que hacemos en vida para mejorar nuestra existencia y la de los demás: eso es lo que perdura. Eso es lo que de verdad podemos disfrutar. A veces la palabra transmitida es importante, concedido, pero el ejemplo real lo es en mayor grado. Poner demasiada esperanza en los fantasmas venideros del recuerdo, nos quita alegría y fuerzas. Se convierte en una obsesión, en la búsqueda de una muerte perfecta e idealizada. La vida para la muerte: una contradicción.
– Es mejor desear la vida que desear la muerte, maestro.
– Sí, sin duda. Mas por encima de ambas, perseguir el bien y la virtud en nuestras acciones por lo que pueden hacer aquí y ahora, y no para nuestro recuerdo, es lo óptimo. Ser una estrella entre estrellas, contribuyendo al brillo del todo.
– En resumen, disparar la flecha pensando en la diana, y no en el trofeo. – añadió Kallistus, inspirado.
Patágoras sonrío con evidente satisfacción.
– Eso ha estado muy bien, Kallistus. Eres un buen alumno.
Kallistus se quedó embobado, sonriendo y meditando sobre la conversación, mientras volvía a casa caminando junto a Patágoras. Sobre sus cabezas, la Vía Láctea seguía brillando impertérrita, estrella por estrella.