Patágoras el maestro, y Kallistus, su discípulo, caminaban lentamente por la senda pedregosa que iba desde la playa hasta la ciudad. El día era soleado y cálido, y el sudor bañaba la frente de ambos.
– Maestro… – empezó Kallistus.
– Dime – contestó Patágoras, parando en seco.
– ¿Podrías hablarme de esa férrea ley que debe respetar todo filósofo? – preguntó el joven.
– Todavía no – repuso Patágoras.
Éste reanudó su andadura, y Kallistus le siguió. Pasaron por el viejo olivo y por el acantilado. Kallistus seguía dándole vueltas al asunto. Se le notaba concentrado.
– Maestro… ¿por qué no puedes decírme esa ley ahora?
– No ha llegado aún el momento correcto – contestó arisco Patágoras.
Se puso a caminar otra vez, a mayor velocidad. Separó ligeramente su trayectoria del sendero, y se internó en una pista de trashumancia, llena de excrementos de oveja. El discípulo le seguía con gran dificultad.
De repente, Kallistus tropezó con una roca que sobresalía del terreno, cayendo de espaldas y lanzando un gritito de sorpresa. Patágoras, asustado y aliviado al mismo tiempo, ayudó Kallistus a levantarse, quitándole el polvo amarillento de la toga.
– Por fin. Ahora ya estás listo para que te diga la ley del filósofo – dijo el anciano con una leve sonrisa.
Kallistus miró a su maestro con perplejidad, mientras se masajeaba el fondo de la espalda.
– ¿Y cuál es?
– “Nunca te pongas a filosofar estando en movimiento”.