– ¿Maestro? – preguntó Kallistus.
– Dime. – contestó Patágoras, sereno.
– Este lugar es muy extraño. ¿Qué se supone que hacen aquí?
Patágoras miró a su alrededor.
– No lo sé. No parece una sala de audiencias, y tampoco una cárcel. Los moradores de este edificio parecen obligados a permanecer cordialmente aquí. O a lo mejor, es que ya no pueden salir. Será mejor que preguntemos.
El anciano filósofo se arremangó la toga y se acercó al hombre de la esquina, que miraba un punto fijo en el vacío.
– Buen hombre… – empezó Patágoras.
– ¡Chhhssttt! – dijo el paciente, haciendo un ademán.
– ¿Qué ocurre? ¿Dónde estamos?
El hombre miró embobado a Patágoras. Luego entornó los ojos, y señaló con el dedo flojo la puerta, robustísima.
– Estamos en el hospital. Todos nosotros. Los pitufos también.
– ¿Los que?
– Los pitufos. Pitufean. Son azules.
– Ah. Yo no veo ningún pitufo azul. – repuso Patágoras, con total inocencia. El hombre esbozó una mueca sonriente.
– Psé. Eso dicen todos. Jur.
Patágoras se levantó del suelo, tomó del brazo al joven Kallistus, y lo llevó al otro rincón de la habitación, para tener parlamento.
– Kallistus, creo que estamos en un hospital de locos, como el que vimos en Alejandría.
– Maestro, ¡pero nosotros no estamos locos! – exclamó el discípulo, presa del pánico.
– Ya. Pero si seguimos aquí, pronto lo estaremos.
Pasaron algunas horas, durante las cuales ambos filósofos mantuvieron un constante silencio. El paciente con el que compartían habitación se limitaba de vez en cuando a hablar consigo mismo, y en sus locuciones abundaban los pitufos. Finalmente, se abrió la puerta. Un enfermero vestido de blanco sacó a Patágoras y Kallistus, y los hizo sentar en un despacho pequeño, sobre dos taburetes incómodos.
Entró el psiquiatra, con la bata semi-abierta, el ceño fruncido, y una pipa asomando por el bolsillo. Le seguían, como tres perritos, los estudiantes en prácticas, que se sentaron en taburetes, asiendo sus carpetas llenas de folios. Comenzaron enseguida a anotar datos. El psiquiatra se sentó complacido en una enorme butaca de piel. Estuvo algunos segundos leyendo un informe.
– Ejem – dijo Patágoras.
El psiquiatra levantó la vista.
– ¿Qué? Ah sí, los dos griegos. Jeje.
– Jeje – añadió Kallistus. Patágoras le dió un leve codazo.
– ¿Quién es Patágoras de Samos? – preguntó el psiquiatra.
– Soy yo, – contestó el filósofo. – ¿Y usted, quién es?
El psiquiatra sacó la mueca más hostil de su repertorio. Una de las estudiantes gimió ligeramente.
– Soy yo quien hace las preguntas aquí, así que calladito. – dijo con voz cortante.
– ¿Por qué? – preguntó Patágoras, para nada impresionado.
– P… pues… porque sí. Yo soy el psiquiatra y vosotros dos sóis los que estáis como putas cabras. – dijo el psiquiatra. Empezó a reirse de forma grasienta, y miró a sus estudiantes hasta que estos empezaron a seguirle con desgana.
– Maestro… – susurró Kallistus, – me parece que estamos en un sitio hostil…
Patágoras suspiró.
– Veamos, – dijo el psiquiatra con sorna, apoyandose en el respaldo. – Al parecer entrásteis en un Corte Inglés pidiendo hablar con el Tirano de la ciudad. Primero lo preguntásteis en griego antiguo, y luego pasásteis al castellano. Sólo lleváis con vosotros sandalias y togas.. ningún documento, nada de nada.
– Somos lo que ves, – aventuró Patágoras.
– ¿De donde decís que sóis?
– Yo vengo de la ciudad de Samos, y Kallistus es oriundo de Sicilia.
El psiquiatra sonrío.
– “Fabulación y delirios”. Apuntad, chicos. – le dijo a sus estudiantes. Estos escribieron furiosamente las palabras en sus blocs.
– Doctor Nardo, ¿añadimos también “histrionismo” en el eje II?
– No, no hace falta. El hombre no sobreactúa. – contestó Nardo.
– ¿Por qué estamos aquí? – preguntó Patágoras.
– Para vuestro bienestar, es lógico.
– Nosotros estamos muy bien, – dijo Kallistus, sonriendo.
– Ah sí, claro, eso dicen todos. ¿Acaso no afirma ser un filósofo griego?
– Lo soy.
– ¿En qué año estamos? – preguntó el doctor Nardo.
– No lo sé. Hicimos alguna especie de viaje en el tiempo, y…
– Esto es interesante. ¿Hicísteis algún ritual para viajar en… el tiempo?
– No.
– ¿Hablásteis con alguna voz en vuestras cabezas?
– No.
– ¿Vísteis alguna criatura..?
– ¿Cómo los pitufos de nuestro compañero?
– Sí, exacto – exclamó Nardo, con evidente satisfacción pre-consumatoria.
– Pues no, si exceptuamos a Kallistus, que es todavía un chaval. Pero no es azul. Así que la respuesta es “no”.
Decepcionado, el doctor Nardo se volvió hacia los estudiantes.
– Estos dos son muy listos: fingen estar enfermos, es obvio. Esquizofrenia Paranoide… o tal vez de tipo no especificado. Es lo que los clásicos definen como “folie à deux”… el otro parece oligofrénico… le sigue totalmente la corriente… – dijo el psiquiatra, reflexionando en cada palabra. Los estudiantes levantaban la vista del papel únicamente para lanzar miraditas a los filósofos.
– ¿Podemos irnos ya? – preguntó Patágoras, con tono de aburrimiento.
– ¿Qué? Oh no, por supuesto que no… ¿No habéis tomado la píldora? – preguntó el doctor Nardo a los dos.
– ¿Píldora? ¿Se refiere a esa piedrecita? Por supuesto que no. ¿Por quién nos ha tomado? ¿Por pollos?
Los estudiantes anotaron “negativismo” y “resistencia paranoide”. Uno bastante creativo escribió “delirio animal”.
– Son fármacos. Medicinas. Os ayudarán a pensar mejor – dijo Nardo con todo su carisma.
Patágoras pensó en el hombre de los pitufos.
– No lo creo. Yo diría que lo que producen es embotamiento, y confusión.
– Preferimos el término “calma”, o “sedación”.
– Eso no ayuda a pensar mejor.
– Tal vez no. Pero ayuda a no pensar, que es mejor que pensar mal, ¿no créeis? – preguntó el psiquiatra.
– ¿No tenéis otros sistemas?
– Bueno, está el electrochoque… – dijo el psiquiatra con tono fanfarrón, intentando impresionar a una estudiante.
– ¿Y en qué consiste? – preguntó Patágoras, intrigado.
– Se trata de… mmm… relajar la actividad neuroeléctrica mediante la aplicación de un fuerte impulso artificial…
– ¿Y duele?
– Supongo que sí. Ya sabe, no hay cura sin dolor – dijo Nardo, con una sonrisa poco agradable.
– En nuestros templos, en Samos, a las personas que tienen males como los que tratáis aquí, les hablamos mucho, y procuramos hacer que se sientan a gusto. ¿Vosotros no le habláis a los pacientes?
– Oh, por supuesto que sí. Es irritante que usted piense lo contrario – contestó el psiquiatra. En su libretita, los estudiantes anotaban “narcisismo” y “falsos recuerdos”.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Unos cinco minutos. Soy un hombre muy ocupado.
– ¿Ocupado? ¿En qué?
– En… esto… en hacer mi trabajo.
– ¿Acaso no es este su trabajo?
– Oiga, ya dije que soy yo quien hace las preguntas aquí. Si no se calma, tendré que llamar a dos enfermeros… – contestó el doctor Nardo, casi perdiendo los estribos.
Patágoras miró al doctor durante un breve instante, y luego se levantó del asiento.
– Volvamos Kallistus, ya he satisfecho mi curiosidad.
De repente, sin más, desaparecieron. El doctor Nardo se quedó boquiabierto, patéticamente sentado en su butaca. Los estudiantes seguián anotando cosas como “desintegración histérica” y “contratransferencia ilusoria”.
Muy lejos en el tiempo y en el espacio, Kallistus y Patágoras despertaban de su trance báquico.
– ¿Maestro? – preguntó Kallistus, con timidez.
– Dime.
– ¿Donde hemos estado?
– En una época en la que se produce locura en lugar de eliminarla. – contestó Patágoras.
Ambos se levantaron y se dirigieron hacia la ciudad.