Diálogo Filósofico IV

Kallistus y Patágoras, discípulo y maestro, se hallaban descansando bajo la copa del olivo centenario, como siempre. El sonido dominante era el cri-cri mediterráneo de los saltamontes, apoyado sobre la monótona melodía de las olas marinas. La poca sombra disponible era la del viejísimo olivo, único árbol en muchos estadios a la redonda. Ambos sentían especial cariño por aquel paraje yermo y reseco, pues era ideal para discutir sobre cuestiones filosóficas, y para lanzar lagartos.

Kallistus luchaba por mantener la concentración, mientras Patágoras, relajado, se limitaba a dormitar apoyado sobre la nudosa corteza. De repente, un sonido espantoso rugió a sus espaldas, al mismo tiempo que la tierra retumbó bajo las sandalias. Una gran nube de polvo se alzó del suelo, ocultándolos por completo. Kallistus, sin saber todavía lo que estaba sucediendo, levantó su cara de la arena y buscó con la vista su maestro.

– ¿Patágoras?

– Cof – dijo Patágoras, con escaso entusiasmo.

– ¿Maestro? ¿Estás bien?

– Cof – repitió Patágoras

Kallistus, inexperto pero no estúpido, empezó a tantear la superficie pedregosa del acantilado, hasta que encontró el olivo, y el pie de Patágoras, que se hallaba semi-tendido y visiblemente irritado. El nubarrón de polvo amarillo empezaba a disiparse rápidamente gracias al viento vigoroso del mar.

– Maestro, ¿qué ha ocurrido? ¿Hemos ofendido a los dioses? – preguntó con ansiedad Kallistus, mientras ayudaba Patágoras a levantarse.

– No creo, – contestó Patágoras – los dioses suelen avisar antes de fulminar, por mero placer vengativo, ya sabes…

– ¿Entonces? ¿Ha sido un desastre natural?

– Tampoco lo creo. Esto es más pequeño y aislado. Vayamos a ver. – dijo Patágoras tomando a Kallistus por el brazo.

Ambos se quedaron estupefactos al contemplar el modesto cráter que se había formado a una docena de metros de distancia del olivo. Del cráter salía un hilo de humo negruzco, y más allá del borde podía divisarse un objeto esférico, una especie de cápsula brillante. Nada parecía dar signos de actividad.

– Vaya. Un huevo celestial. – comentó Patágoras, animado.

– ¿Qué es un huevo celestial? – preguntó el discípulo.

– Básicamente es algo con forma de huevo que se ha caído del cielo.

– Oh. ¿Y esa figura que intenta trepar patéticamente por la pendiente, también es un huevo celestial?

– No Kallistus, ése debe ser el ocupante del huevo.

– ¿El pollito celestial?

Patágoras suspiró. En efecto, una figura vagamente humana estaba saliendo del cráter. No se parecía a nadie que el anciano maestro hubiese podido ver nunca: la ropa era negra y ajustada, ceñida por un cinturón metálico y rodeado por una capa negra sin reflejos. Manos y pies eran negros, así como el rostro. El color de los ojos – detalle que hizo titubear al joven Kallistus – era rojizo. La figura miró a su alrededor y bajó con soltura la pendiente arenosa. Cuando llegó hasta los filósofos, paró en seco y empezó a comunicarse.

– Hola. ¿Vosotros sois los filósofos, Kallistus y Patágoras? – preguntó con una voz absolutamente normal.

– Sí, ¡somos nosotros! – contestó Kallistus. Patágoras le dio un codazo en el estómago.

– Calla, – susurró rabioso – deja que yo hable.

El pollito celestial miró Patágoras con expresión desafiante.

– ¿Y bien? Mis informes hacen referencia a Patágoras de Samos, filósofo prestigioso de este sector del planeta. El autor de “Diálogos en la Taberna”. ¿Eres tú?

– Sí. Ahora, ¿puedo saber yo quién eres tú? – preguntó Patágoras.

La figura emitió un sonido que podía interpretarse como una risa arrogante.

– Soy el nuevo propietario de este planeta. – dijo.

– ¿Y por qué? – preguntó Kallistus. Patágoras le propinó otro codazo.

– Porque me da la gana. Esto es mío. Puedo dominaros a todos con mis armas. Ya pensaré qué hacer con todos estos recursos desaprovechados… – dijo con elocuencia la figura negrovestida. Caminó en cuatro grandes zancadas hasta el olivo y lo tocó con su mano enguantada.

Patágoras se acercó también al olivo, y miró directamente a los ojos al presunto propietario del planeta.

– No podrás quedarte con la Tierra. Es imposible. – dijo severo.

– Ja ja – rebatió el pollito celestial, – no tenéis armas lo suficientemente poderosas.

– ¿Acaso piensas que te atacaríamos con puntas de bronce? – preguntó el anciano con los ojos bien abiertos.

– Umm. ¿Con qué sino?

– Hay armas más poderosas contra las cuales no puedes hacer nada.

– ¿Por ejemplo? – preguntó con curiosidad la figura negra.

– La burocracia. – contestó el anciano.

– ¿Qué es eso?

– Supongamos que te adueñas del planeta. Necesitarás alguien que administre tu posesión en tu lugar, ¿no?

La figura frunció su ceño alienígena y se cruzó de brazos.

– Mmm, vale. Sí, creo que podría dejarle la administración a algunos terrícolas seleccionados.

– Muy bien, – dijo Patágoras – pero luego estos subordinados tuyos necesitarían a su vez subordinados.

– Sí, imagino que sí…

– Y a su vez, otros subordinados.

El pollito celestial acarició la culata de su desintegrador.

– ¿Y bien? ¿Qué tiene que ver esto conmigo? – preguntó airado.

– El sistema se te escaparía de las manos. La pirámide administrativa consumiría más recursos de los que pudieras obtener, y se fragmentaría por luchas intestinas de poder. No sabrías ya quién te es fiel y quién no, y no podrías resolver nada con la fuerza.

– Oh, eso es horrible. – dijo la figura, visiblemente preocupada.

– Y tanto – contestó Patágoras. Kallistus miraba embobado su maestro.

– Y… ¿tenéis más armas como estas?

– Ciertamente. La corrupción, por ejemplo.

– ¿Y esa, qué hace? – preguntó el visitante.

– Nada: sencillamente consume tus recursos. Los que te sirvan querrán quedarse con un trozo de la tarta, y te lo ocultarán por todos los medios, enriqueciéndose a tu costa.

– Ah, ¿y luego?

– Luego sobreviene el orgullo, otra arma poderosa. Muchos terrícolas preferirán matarse antes que rendirte tributo. No obtendrás provecho alguno de sus granjas y sus tierras.

– Pero… ¡esto no es justo! En mi galaxia, todos son racionales y obedientes.

– Lo siento amigo, pero la Tierra es así. – dijo Patágoras, comprensivo.

– ¿No se puede cambiar?

– No. Sólo puedes destruirla.

– Sí, pero si la destruyo el seguro queda anulado… Uf. ¿Qué hago ahora?

Patágoras miró el perfil lejano de la Acrópolis.

– Bueno, ¿has pensado en el alquiler?

La figura negra levantó la vista del suelo y miró con sorpresa al filósofo.

– N-no… ¿Crees que sería una buena opción?

– Ajá. Podrías redactar un buen contrato.

– Pero para eso debo consultar a los míos… tardaré unos miles de años.

– No te prives, esperaremos. – dijo Patágoras con una sonrisa afable.

– Vale – respondió el pollito, inseguro. Saludó a los dos y se dirigió rápidamente hacia su huevo, con el partió hacia la bóveda celestial, dejando tras de sí otra nube de polvo, intensa como la primera. Kallistus esperó a que el polvo se alejara para formular su pregunta.

– Maestro… que visita más curiosa… ¿crees que volverá?

– Sinceramente, no lo pienso.

– ¿Por qué? – oreguntó Kallistus.

– Porque dudo que encuentre alguien lo suficientemente loco como para alquilar esta casa. ¿Acaso no ves cuántos parásitos hay?

Kallistus tardó un buen rato en captar la ironía de la frase. Cuando lo hizo, Patágoras ya era un puntito en el horizonte que se alejaba hacia la ciudad.