Diálogo Filosófico III

– ¿Maestro?

– Dime, Kallistus.

– ¿Es esto un sueño, o es la realidad? – preguntó el discípulo, preocupado. Un velo de sudor frío bañaba su cara.

Patágoras mantuvo un espeso silencio durante algunos segundos.

– No tiene importancia, – repuso el anciano.

Kallistus se levantó de su asiento improvisado en una gran roca, y se puso a caminar en círculo, nervioso, pisando con las sandalias la arena.

– ¿Cómo que no? Si esto no es real… si esto es un sueño… entonces yo no existo. Lo que estoy diciendo, no tiene importancia. Todas estas reglas serían el fruto de mi mente. – dijo el joven.

– Entonces demuéstramelo. – afirmó Patágoras, con sorna.

Kallistus rebuscó entre la maleza hasta que encontró un pequeño lagarto. Se acercó a su maestro con el reptil atrapado entre sus manos, como un trofeo.

– Si esto es un sueño, entonces podré hacer que este lagarto pueda convertirse en una golondrina cuando yo lo lance más allá del acantilado.

Patágoras arqueó una ceja, y suspiró.

– Adelante – dijo el viejo, sin darse la vuelta para contemplar el experimento.

Kallistus tomó una ligera carrerilla, y lanzó con todas sus fuerzas el lagarto por el borde del acantilado. Unos 50 metros más abajo, el Mar Egeo resplandecía con luz propia. Después de unos minutos, Patágoras se levantó, y fue a buscar a su aprendiz. Éste, miraba con actitud perpleja el horizonte.

– ¿Y bien? ¿Ha volado tu lagarto?- preguntó Patágoras.

– Mmm. Creo que no. Diría que se ha estrellado contra las rocas, ahí abajo. – contestó Kallistus.

Patágoras gruñó y volvió a sentarse debajo del olivo. Kallistus le siguió.

– Bueno, eso no demuestra nada. A lo mejor es que no me concentré lo suficiente. – aventuró el aprendiz.

– O tal vez estemos moviéndonos en el universo que ha concebido un filósofo cualquiera. Pero eso, como te he dicho, no tiene importancia. Lo único que sé, es que el mundo es más o menos predecible si uno pasa el tiempo suficiente observándolo, y sacando conclusiones, o leyes sobre su comportamiento. El azar existe, sí, pero también puedo tenerlo en cuenta. Hay cierta constancia en el ambiente que nos rodea: yo diría que no estamos soñando, Kallistus. Los sueños son mucho más ridículos, y absurdos.

Kallistus miró al suelo, con una mueca indecisa.

– ¿Cómo será ese supuesto filósofo que nos ha creado? – preguntó.

– Yo diría que es joven, inexperto, y relativamente juguetón. De otro modo, no me explico que nos haya puestos nombres tan ridículos, o se empeñe en hacernos perder el tiempo debajo de un olivo cuando podríamos estar leyendo en la biblioteca – contestó Patágoras.

– Pues mi nombre me gusta. ¿Se puede saber por qué te hizo tan gruñón?

– No lo sé, debe ser cosa de su imaginación. Venga, vámonos a la taberna, que tengo hambre.

Kallistus, con la mirada ausente, siguió a su maestro por el camino. Estaba rumiando una pregunta más.

– Maestro, ¿tú crees que algún día podremos hablar con el filósofo que nos ha creado?

– No lo sé. En cierto modo, ya lo estamos haciendo.

– Ahm. Y, Patágoras, la comida que masticaremos, ¿será real?

– Si sientes que es sabrosa y te llena el estómago, sí.

– Oh, magnífico. Vamos pues.

Ahora, con paso mucho más resuelto, se alejaron definitivamente del acantilado. Mucho más abajo, a pocos metros de las olas, un lagarto malherido anotaba mentalmente la peligrosidad de los aprendices de filósofo, mientras tomaba el sol.