El maestro Patágoras y su discípulo Kallistus se hallaban descansando bajo la sombra de un árbol, como era habitual en los tórridos días de verano. Perdidos en la contemplación de la naturaleza y de algunos peces que nadaban plácidamente en el estanque, habían estado en silencio durante mucho tiempo. Patágoras pareció despertar de su trance y lanzó una mirada inquisitiva hacia el joven.
-Kallistus, te veo rumiando alguna pregunta difícil. ¿A qué esperas? – preguntó Patágoras.
-Maestro, mis preguntas versan sobre la libertad. – contestó Kallistus, confuso.
– ¿Y bien?
-No estoy seguro de que podamos considerarnos libres. Veo la cadena de causas y efectos y pienso que todo lo que estoy diciendo ahora mismo, no es fruto de mi voluntad, sino de todo lo que vino antes de mí. En pocas palabras, siento que soy un esclavo del Destino. – dijo el discípulo.
-Esas son palabras demasiado atrevidas. No existe el Destino como tal. No hay ningún plan predefinido que guíe tu vida. A lo sumo, sólo existen esbozos de camino, y a veces ni siquiera eso.
-Pero la causalidad existe: todo lo que hice condiciona mi presente – dijo Kallistus con énfasis. – ¿No es acaso cierto que el futuro puede verse desde el pasado? Recuerda los cálculos de Miríades: él puede saber a ciencia cierta cuándo pasarán los astros por un sector de la cúpula celeste. En cierto modo tengo la sensación de que todos mis actos pueden llegar a ser previstos, como si yo mismo fuera un planeta.
-Te comprendo. Pero los cálculos de Miríades se aplican a objetos muy sencillos. Los astros no saben que les estamos observando, y no tienen conciencia propia. Se mueven en sus canales como canicas, y nada inmutará jamás el movimiento que les impulsa. Nosotros somos mucho más complejos. Nos observamos a nosotros mismos, y observamos a los demás. Éstos, a su vez, se dan cuenta de ello. Y pueden cambiar su trayectoria.
Kallistus se quedó mudo un rato, tras el cual volvió a la carga con otra pregunta.
-Aún así, maestro, aquello que dentro de mí hace que me de cuenta de estar siendo observado, y aquello que me permite observar y obrar, el órgano que me otorga motivación, en suma, debe estar sujeto a leyes fijas e inmutables, y a una cadena de hechos causales que se suceden uno tras otro. No puedo ignorar este hecho. Todo es predecible.
-Te equivocas, mi joven aprendiz. Sígueme y te demostraré porqué.
Patágoras se levantó del asiento improvisado en el tronco del árbol, y con la ayuda de Kallistus llegó en proximidad de una fuente de agua que manaba de entre las rocas. El chorro cristalino fluía sin cesar en un pequeño riachuelo hasta el estanque.
-Kallistus, te ruego que observes durante un rato el manantial. Fíjate en todos los detalles, por favor.
El joven miró unos minutos la pequeña cascada, hasta que se cansó.
-Es agua maestro. Cae de la roca hacia el terreno, como debe ser. Es totalmente previsible. Sabiendo que el agua tiende a deslizarse sobre la roca, puedo saber de antemado adonde irá. ¿Era esto lo que querías mostrarme?
-No. Fíjate en la irregularidad del chorro, te lo ruego. Mira las rugosidades. ¿No te parece algo tan bello y efímero como las llamas de una hoguera? – preguntó Patágoras con suavidad.
-En efecto. Pero no entiendo adonde quieres llegar con ello. – contestó el joven.
-Piénsalo: puedes predecir que el agua, como río, irá generalmente hacia el sitio que tú has indicado. Es un buen pronóstico, porque el objeto que examinas es extremadamente simple. Estás creando un río donde no hay más que agua y átomos de agua. ¿Has probado, sin embargo, a vaticinar cómo será la superficie de ese chorro?
-No puedo Patágoras. Es demasiado difícil, no sabría decirte cómo será la superficie de la cascada mientras el agua caiga. Eso es puro azar. Es como lanzar muchos dados e intentar acertar con todos ellos. En todo caso, ¿para qué quiero saber eso? Es inútil. Sólo me interesa saber adonde va el río.
-¿Por qué me preguntas acerca de la libertad que hay en tus actos y tus pensamientos si sólo te interesa la forma en que caminas? – inquirió brusco Patágoras.
Kallistus, desprevenido, miró a su maestro con cara de duda.
-Hay cosas que son impredecibles, mi joven amigo. Como el movimiento individual de cada uno de esos átomos, o el baile de las llamas. O el comportamiento mismo de los hombres. Para saber a grandes rasgos cómo son todas esas cosas, tenemos que crear modelos sencillos, pero eso lleva al error. Siempre hay en todo azar y error, y eso es la base de nuestra libertad.
-Eso no me satisface, Patágoras. Me lo estás poniendo peor todavía: no sólo no puedo deducir por completo mi conducta, sino que mi libertad está a la merced del azar. Por un motivo o por otro, estoy sujeto a fuerzas que me superan, como un tronco flotando a la deriva. Me siento como una marioneta. Como si alguien estuviera escribiendo lo que voy a decir, palabra por palabra.
Patágoras se acercó a la fuente y dejó por un momento que la fría agua mojase el dorso de su mano.
-Kallistus, por un momento llevaré tu idea a la luz del sol. Supongamos que no somos más que personajes de teatro, máscaras, papeles ficticios para narradores e histriones. Que estamos interpretando ante el público de la vida, y que sólo podemos añadir unos pasajes a la misma, pasajes que vienen dados previamente por una mano invisible: la de algún autor que decidió por nosotros que yo fuera el anciano y tú el joven aprendiz.
-Muy bien. Sigue.
-¿Acaso no te sientes libre, ahora, al poder pensar sobre tu propia libertad? ¿Hay algo que te impida pensar en ello? ¿Cómo puedes estar sujeto a cadenas si en un momento dado las estás manipulando a tu antojo? – preguntó Patágoras.
-Tienes razón. Ahora mismo no me parece que esté condicionado. – dijo Kallistus.
-Hay algo en ti que puede franquear barreras y engendrar miles de destinos alternativos: el pensamiento. Todo lo concebible está al alcance de la conciencia. Más allá del azar y de las reglas de este universo, las cuales lo controlan todo – desde los astros hasta los átomos – hay un lugar en tu cerebro en el que tú mismo decides lo que sucederá. Tu imaginación.
-¿Quieres decir que la libertad es un sentimiento?
Patágoras sonrío.
-Eso es un buen comienzo sí. Pero descubrirás que la libertad es incluso más que eso. No es un mero deseo, o una emoción. Es también un objetivo, un ideal para la razón práctica. Y antes de cometer el error común de pensar que la libertad es el bien mejor valorado, piensa que muchas veces la rechazamos, que delegamos nuestra responsabilidad en los demás o en el sistema en el que vivimos. A veces la gente tiene miedo a ser libre.
-¿De verdad, maestro? Yo quisiera sentirme siempre libre.
Patágoras miró a su discípulo con ternura.
-Ven Kallistus. Vayamos a ver a los peces del estanque. Tengo mucha curiosidad por ver si están más tranquilos que los del río.