TeleZen

Se acercó lentamente, como contando los pasos, o siguiendo algún extraño ritual. El aparato, de aspecto sólido, esperaba el próximo movimiento desde su mesa. La carcasa era de plástico negro y brillante, con una rueda transparente de números. El auricular, con sus agujeritos, parecía un salero de palabras. Sólo era un teléfono.

Cerró todos los dedos de su mano derecha alrededor de la oscura y fría asa de cloruro de polivinilo. Dibujó un arco con la muñeca y subió la pieza de plástico hasta acoplar el auricular a su oreja. El sonido era sencillo y fuerte, sin interferencias, clásico, previsible.

Tuuuuuuuuu…

Siguió esperando durante algunos segundos. El teléfono necesitaba números, la serie mágica de pulsos que le hubiera permitido hablar con una persona cualquiera del resto del mundo. No eligió ninguno. Se limitó a esperar. Y mientras esperaba, acarició levemente con el dedo los pequeños agujeros de plástico del selector. Sintiéndose culpable por llevar a cabo una conducta absurda, retiró la yema enseguida.

…uuuuuuuu… Tu tu tu… tu tu tu… tu tu tu…

La paciencia del teléfono, por fin, se había agotado. Exasperada por el hambre de inputs, la línea que animaba el aparato, su alma telemática, se rindió con series de gemidos rítmicos, señales de ira que se repetían con una constancia no humana mediante la vibración de la pequeña membrana de celulosa. Siguió esperando, a pesar de las quejas. Era algo importante. Era una misión. Tenía que saber lo que había más allá.

Tu tu tu… tu tu tu… tu tu tu… tu tu tu…

Cerró los ojos. ¿Cuanto duraría la nenia eléctrica? ¿Seguiría escupiendo ad infinitum ese vocativo? Se hallaba ante un espejo de sonidos, el vacío absoluto, la soledad ciega de la centralita, que enviaba su gu-gu infantil a través del cable de cobre con precisión impecable y artificial.

Una gota de sudor se deslizó por la frente a una velocidad cada vez mayor, como una gacela tímida que corre hacia el estanque para beber. Un trozo de papel se improvisó león, y capturó la gota con rapidez, secando el resto de la cabeza. Todo dejaba presagiar que el teléfono no cesaría de cantar. De repente, sin embargo, llegó el silencio.

Tu tu tu… tu tu tu… ………………………………………………..

El silencio, lleno. Esa clase de silencio que sobresalta, y encoge el corazón. Salía por el auricular como un ruido plano, una línea caótica y sucia, un interrogante completo. Un espacio inmenso se abría ahora entre él y la centralita, entre él y el mundo. El susurro del cobre, la levísima canción de los electrones libres, no empujados por ninguna necesidad comunicativa.

Lo había encontrado. Era lo que estaba buscando.

El nirvana de las máquinas.