La bibliofilia, esto es, el amor por los libros, es la enfermedad que me domina y esclaviza. Tal apasionada afección del intelecto me asalta en todos los momentos del día y de la noche. El único requisito para que el síndrome bibliofílico se presente, es la percepción de material impreso y encuadernado, dispuesto en estanterías bien iluminadas, listas para ser exploradas con avidez. La variedad de títulos, colores y formatos encoge el corazón y abruma el espíritu, que se torna codicioso y sediento de inputs. En el DSM-BLOG, se recogen los criterios diagnósticos para detectar la bibliofilia:
_“Un patrón de conducta cuya duración es superior a los seis meses y que cumple dos o más de los siguientes criterios:
A) Aumento de la respuesta fisiológica en proximidad de libros
B) Gastos en libros superiores al 30% del presupuesto personal
C) Conducta de “buceo” en bibliotecas y librerías
D) Biblioteca personal con más de 800 tomos
E) Búsqueda compulsiva de libros en centros comerciales
F) Promedio de lectura de dos libros o más por semanaY el patrón no se explica mejor por:
A) Trabajo de bibliotecario
B) Posesión de una librería
C) Docencia o investigación
D) Literatura erótica
Estaba paseando, este fin de semana, por una plaza de Castellón… cuando los ví: miles de libros, desde pequeños volúmenes en rústica hasta exquisitos tomos con tapa dura, pasando por colecciones de narrativa, bibliografía técnica, manuales, handbooks universitarios, enciclopedias… Parecían llamarme, cual sirenas, desde los estantes metálicos de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Sin dudarlo, me lancé en loca carrera hacia la silenciosa muralla de papel y tinta, condenando así mi alma para siempre. Y mi bolsillo.
Allí me quedé, durante más de dos horas, examinando títulos y precios. En un principio, empecé a recoger volúmenes por impulso, acumulando una pila de veinte kilos de papel. Luego, al comprobar que mi budget se limitaba a unos cuarenta euros, convoqué la diosa Razón. Esta me aconsejó elegir los libros meramente “indispensables”. Me quedé con los siguientes:
– “Neuroanatomía”, de Martin, magníficamente ilustrado y paginado
– “Conceptos de Economía”, de Heyne, interesantísimo y entretenido
– “Introducción a las Finanzas”, VVAA, muy completo y jugoso
– “Análisis Econométrico”, de Greene, estadística hard (yummi!)
– “Tratamiento Digital de Señales”, de Proakis, para hechiceros
– Y algunos más…
Los libros llevaban un 60% de descuento sobre el precio original, y estaban en perfectas condiciones, restos de un amplio stock de una librería granadina que ha cerrado en época reciente, y cuya página web no diré (para que no se agote mi tesssoorrrooo)… Volví a casa con media docena de grandes libros bajo el brazo… esos magníficos tomos de Prentice Hall (mi editorial favorita), con el papel blanquísimo, liso y pesado, el olor característico, la tapa familiar de rústica, la tipografía altamente legible, la altísima calidad de las ilustraciones y de los contenidos…
Ya con anterioridad he llevado a cabo locuras semejantes. Comprando, por ejemplo, un costoso libro de la Oxford University Press sobre la historia antigua de Georgia… o un ejemplar de la primera edición del libro “Purposive Behavior in Animals and Men”, de E.C. Tolman (1932)… he llegado a hacerme con diccionarios de ruso, japonés, árabe, sanscrito, chino, armenio, georgiano, ¡incluso una gramática de asirio! Es evidente que el estado de mi enfermedad es avanzado e irreversible.
Se atribuye a Erasmo de Rotterdam la siguiente cita: “Cuando tengo un poco de dinero, compro libros. Si sobra algo, ropa y comida“. Y razón no le faltaba, pues los libros son caros. Los sacrificios a los que está dispuesto someterse el bibliófilo para satisfacer su hambre de letra impresa, pueden bordear la locura. Mucho podría decirse acerca de la importancia histórica del libro como contenedor de la Civilización, heraldo del conocimiento, soporte de ideas revolucionarias y/o aberrantes… De igual forma, podríamos organizar bizantinas sesiones de charla comentando la gran compañía que un libro aporta en momentos de soledad intelectualoide, y bla bla bla, yak yak yak…
Lo único que tengo claro, es que no podría vivir alejado de mis libros… ¡ay de mí, decadente ratón de biblioteca!